ARTES & lETRAS
'Nuevo en la ciudad nueva', de Juan Antonio González Iglesias: 'Suite' de un sueño napolitano
El autor salmantino construye su nueva obra con veinte poemas semejantes a columnas dóricas, jónicas y corintias que apuntalaran un edificio clásico
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Leopoldo Alas, Clarín, nuestro crítico por antonomasia y para mí de cabecera, sostenía que, en el terreno poético, no hay reseñista verdadero «si no es capaz de ese acto de abnegación que consiste en prescindir de sí mismo, en procurar, hasta donde quepa, infiltrarse en ... el alma del poeta, ponerse en su lugar». Y así lo intenta servidor, como mandamiento básico, desde que hago recensiones, pero con el autor que nos ocupa me cuesta mucho y, aunque quisiera dar ejemplo del macarismo que en tanto tiene él, no lo consigo, vaya, al superarme, por la vertiente del conocimiento, su potestad absoluta sobre la cultura grecolatina y sus manifestaciones y, por la humana, su altura moral inaccesible y su elevación a lo sumo, más allá de la fascinación, de lo corporal, de la carne divinizada, inmortal en la promesa, en la fe de la resurrección. Me estoy refiriendo a Juan Antonio González Iglesias, dueño de una voz en extremo original y poderosa, única, de las más destacables en el confuso panorama de la lírica actual, de entre siglos, en español.
Nadie como él, como decía uno de los nombres preclaros de la poesía contemporánea, ha traído la impronta helénica a nuestro tiempo de «nuevas masculinidades», de gimnasios y testosterona, de 'skateboard', de 'crush' o flechazos digitales de índole platónico…, una homosexualidad, por cierto, cuyo sentido último como «proyecto» fija a la perfección, en forma interrogativa («¿un intento conjunto de alma y cuerpo, de soma y psiquis, de ser, en el plano de las realizaciones humanas, otra cosa?»), una cita del 'Heracles' de su maestro Juan Gil-Albert que figura por delante del poema «Hércules Farnesio» de su reciente libro, motivo de este comentario, 'Nuevo en la ciudad nueva', compuesto durante tres estancias becadas en tres años consecutivos en Nápoles, que procede de Neápolis, «encrucijada de lo griego», en la que «todo es posible», donde conviven desde hace milenios «lo sublime/y el desorden», pero siempre «prevalece el destello», en cumplimiento de un sueño que ya fraguara allí para Aldana, Garcilaso, Cervantes o Quevedo. Lo acompañan también, a la cabeza de los poemas, para hacerse una idea de su copioso imaginario en la tradición humanista, Benedetto Croce desde su breviario de estética, autores griegos y latinos como Andrón de Halicarnaso, Aristóteles o Séneca, clásicos españoles y universales, como el Marqués de Santillana, Dante, Goethe o Thomas Mann, referentes de nuestra poesía como Lorca o Juan Ramón Jiménez, contemporáneas como Sophia de Mello Breyner-Andresen, a quien dedica el volumen con una evocación bellísima, Kikí Dimulá, Edith Hamilton o Patricia Higsmith.
El libro, como aquel de Neruda, está formado, con una «regularidad» igualmente nueva en González Iglesias, por veinte poemas de veinticinco versos justos cada uno, quinientos exactos en total, tallados a golpe de endecasílabo limpio, con más encabalgamientos que de costumbre. Se asemejan a columnas dóricas, jónicas y corintias que apuntalaran un edificio clásico, ilustración y desarrollo de tópicos como el ideal del 'aurea mediocritas', el 'carpe diem' o el 'beatus ille', de una limpidez austera y una precisión natural, erigido desde la «sobria ebriedad» de Filón de Alejandría, que induce a «la certidumbre firme, sin palabras,/en lo que permanece». Algunos se abrochan y culminan, marca de la casa, con finales taxativos, de aire apodíctico, a fin de redondearlos y hacerlos más duraderos que el bronce, por acudir a una imagen de su querido Horacio.
La expresión es augusta, como cincelada en mármol, de una solidez impresionante, sin un ornato sobrante, lleva a la práctica el ascetismo luminoso, epicúreo y horaciano, que el propio autor reivindicaba y aconsejaba en su espléndida 'Historia alternativa de la felicidad', ensayo de hará dos años que escribió «entre un invierno en Nápoles y un verano en Salamanca», si bien es decantación de toda una vida volcada en el amor, la naturaleza y la sabiduría, como el libro que nos ocupa plena de estabilidad y equilibrio emocionales, de discernimiento ético, de aprendizaje y seguimiento de las virtudes aristotélicas tan olvidadas (templanza, fortaleza, prudencia o justicia), de integridad, en suma.
Visor
Nuevo en la ciudad nueva

- Juan Antonio González Iglesias 62 páginas 14 euros
El frontispicio es una cita de las 'Geórgicas' virgilianas donde, según se recuerda en el prólogo, como, indirectamente, en la reciente película esteticista de Paolo Sorrentino, se alude a Parténope, la urbe primigenia sita en el lugar donde más tarde se levantaría Nápoles, a su carácter protector y suavidad para el poeta latino, mientras «se entregaba de lleno a las tareas -nada reconocidas- del ocioso». Con estos dos versos de Virgilio nos advierte de entrada González Iglesias que su labor poética en la ciudad costera italiana no ha sido meramente la del 'flâneur' benjaminiano, sino que allí ha encontrado y va a mostrárnoslo, su ser, fruto de una vida intensa en cuanto contemplativa. Y el primer poema, a partir de la observación de una pareja nórdica («púgiles felices») de visita, a su bola, en un museo que concentra el sustrato de la Magna Grecia, como muchos otros suyos, se sitúa en ese punto del 'Banquete' de Platón en el que se invoca la belleza iniciática «como un relámpago maravilloso» sólo al alcance de aquellos que, como el poeta salmantino, han penetrado en «los misterios del amor» y nos los transmiten con su pureza. Entre los que también se orientan hacia lo reflexivo desde la contemplación se encuentran el segundo, una visión del Mediterráneo calmado bajo el Vesubio, con brisa latina y «arena oscura/entre las rocas claras»; el tercero, centrado en un 'palazzo' «que lleva todavía/apellido español»; el de tres gatos al solillo de enero o el que recrea, desde diversas perspectivas, la estampa del amenazante volcán nevado.
Con la mesura cadenciosa del discreto, el decir lúcido y sereno de González Iglesias ha logrado en esta décima entrega de su poesía, en la que los actos triviales preservan lo sagrado gracias al esmero, una aleación eufónica de atención, delicadeza y sensibilidad, una rara transparencia hecha de nitidez y enfocada hacia «lo magnánimo», con «desprendimiento, generosidad, benevolencia», pues va cobrando cada vez una importancia mayor en su poética el ascendente moral y, de ahí, además de su plasmación en los versos, el sentido de los prólogos de sus dos últimos libros. Sus poemas nos enseñan, sin pretensiones, como en la niñez absorta, a través del «silencio y el amor», a sobrellevar con aceptación, jamás resignada, con sosiego, en medio del turbio «caos de la época» que nos ha tocado, «la negligencia de los gobernantes», para celebrar, a cambio, que el mundo está bien hecho, equilibrado, cifrado en «la secreta armonía entre las cosas», que, en efecto, su belleza, cantada por la poesía, «trae la justicia al mundo. Es como el sol./Nos vuelve a todos bienaventurados».
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