artes & letras
'La jaula de los sueños', de Yoanda Izard: atrapados por la escritura
libros
La autora bejarana conecta lo maravilloso con el inconsciente y el territorio de lo onírico en su nueva novela
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Fermín Herrero
Yolanda Izard es una escritora bejarana de consolidada trayectoria, tanto en su quehacer épico ('La mirada atenta' o 'Paisajes para evitar la noche' con los que obtuvo los premios Carolina Coronado y Cáceres de Novela Corta, respectivamente) como lírico ('Lumbre y ceniza', premio Miguel Hernández, ' ... Defunciones interiores', 'El durmiente y la novia' o 'Reliquias del duende') y a medio camino entre ambos (los cuentos de 'Solo triste de oboe', los microrrelatos de 'Zambullidas'), además de incursiones en el ensayo, lo que demuestra su versatilidad y dominio de diversos géneros literarios.
La magnitud de esta obra la ha llevado a ser calificada por mi colega de ejercicio crítico en este suplemento, José Ignacio García, no sé si en una recensión o en una conferencia, como la gran dama de las letras regionales, un sintagma apelativo que se aplicó en tiempos, nada menos que a las extraordinarias escritoras sureñas, a cuál mejor, Carson McCullers, Eudora Welty, Katherine Anne Porter o Flannery O'Connor, sin olvidarnos de sus predecesoras Kate Chopin y Willa Cather. Me he permitido el lujo de enumerarlas para darme el gustazo de recrearme un ratillo en el regusto único y particular de sus lecturas, que recomiendo vivamente. Y, en verdad, en la narrativa de Izard, por caso en la reciente 'La jaula de los sueños', hay huellas de la imaginación portentosa, con ribetes misteriosos o terroríficos, de estas novelistas inigualables, así como de su inclinación a lo fantástico y simbólico sin perder pie en lo cotidiano.
Como en su novela anterior, 'La hora del sosiego', lo hacía la editora Robinsona Berta, en esta cuarta, Elena, la protagonista, se enfrenta a la adversidad en circunstancias extremas. Y en ambas, presumo que como trasunto de la dedicación incansable de la autora a la labor literaria, la temática de fondo es la pasión por la escritura, y también por la lectura, que va de suyo, convicción mediante de que «el arte cura, no hay bálsamo que lo supere» y en consonancia con la cita inicial del insuperable George Steiner: «Dadme una mesa de trabajo y ya tengo una patria» y la actitud que adopta, bien es cierto que obligada, 'La soñadora', apodo con que se moteja a Elena: «Me entregué a la escritura como si fuera a salvarme».
El poner al lector de entrada frente a una situación límite y, sobre todo, mantenerlo en vilo, sin perder tensión durante más de doscientas cincuenta páginas, es un mérito indudable y no pequeño, pensemos por ejemplo en 'La metamorfosis' de Kafka, pero al tiempo es un hándicap a superar, si no se entra de lleno en un argumento tan insólito e inaudito gracias a la verosimilitud interna. En concreto, la protagonista se encuentra secuestrada por un antagonista lunático, criatura abisal por complejas razones explicadas más adelante, que contempla la literatura por encima de la vida y la tiene encerrada, como indica el título, cautiva también de sí misma, pues sueña «de día y de noche, despierta y dormida», en una especie de zulo, sótano celda, mazmorra húmeda, pecera incongruente, al cabo, fortaleza inexpugnable en medio de la nada. Y transcribe alguna de sus pesadillas, por orden de su captor, que la ha raptado para tenerla como escritora exclusivamente a su servicio, con el fin de saciar su «hambre espiritual y sed de belleza».
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Sobre la relación entre este carcelero, por otra parte, lector ideal y único, que vive sólo para ella, y la escritora retenida se cierne, según avanza la trama hacia un desenlace si cabe más sorprendente, cierto síndrome de Estocolmo, simbiótico, en forma de «entusiasmo creativo» y de intercambio de papeles quijotesco. Destaca la capacidad descriptiva, atmosférica, de la autora, más que probada en narraciones previas, así en la isla de la precedente 'La hora del sosiego', para transmitir la opresión de los espacios sobre los individuos, desde la seguridad de que «el lugar en que vives crea tu identidad». Aquí, por añadidura, en un entorno preapocalíptico, con la humanidad a punto de extinguirse. En este contexto, no me ha resultado convincente, por innecesario a mi juicio, el encaje e imbricación de los escritos forzosos, «un laboratorio de imágenes sobrecogedoras», del personaje principal (microficciones, relatos, poemas…, en general con un temple lírico muy conseguido), bien es verdad que tengo un prejuicio casi maniático a la reproducción de los sueños en los textos literarios.
Eolas
La jaula de los sueños
- Yolanda Izard 266 páginas 20 euros
Por el semidelirio alucinatorio, onírico, «en un estado semiinconsciente», de la secuestrada se asoman (en 'La hora del sosiego' se entreveraban enseñanzas de Sophia de Mello, Albert Camus, Ida Vitale, Paul Celan o Herman Hesse) como si se tratase de cameos, jalonando la narración, Marguerite Yourcenar, Yukio Mishima, Giorgio Agamben, Ursula K. Le Guin, André Gide, Luis Rosales, Lorrie Moore, Pentti Saarikoski, Adam Zagajewski, Jonathan Franzen, Charles Bukowski, André Gide, Olga Tokarczuk, Henry David Thoreau, Søren Kierkegaard, Novalis, el cuervo de Poe y una gata llamada Emily, otro guiño literario, inequívoco, hacia la impoluta solitaria de Amherst. Encabezan los capítulos, por apuntalar aún más la ferviente vocación literaria de la novelista, citas de William Shakespeare, Czesław Miłosz, Gaston Bachelard o el propio Thoreau, de sus 'Diarios'.
Con semejante compañía, Izard conecta lo maravilloso con el inconsciente y el territorio de lo onírico, «la vida es sueño» calderoniana como trasfondo, en la línea de Karl G. Jung, con quien encabeza también el libro. La conexión fragua en la mente de la protagonista, «un día tras otro… de miedo, hambre y desolación», conformando «una sucesión caótica de sueños y vigilias sin referencias», si bien la introspección, zambullida por usar un término muy suyo, le proporciona, aparte de la capacidad de bucear en lo esencial de nuestra triste condición humana, reminiscencias del presunto pasado familiar, desdichado, con alivios chagallianos purificadores. Todo ello con un estilo muy cuajado, «mezcla de esplendor y de suciedad», en un intento, tan de Rilke, de ir hasta el fondo de «esos espejismos de la razón donde confluyen lo bello y lo terrible».
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