Artes & Letras
José Jiménez Lozano: poeta en marcha
«Desde que publicara sus primeros versos en 1979, su escritura se fue depurando y aligerando»
La íntima razón
Raúl E. Asencio
En el primer canto de la 'Divina comedia' nos hallamos con un personaje extraviado; tras una noche vagando, Dante llega al pie de una colina. Quiere alcanzar su pico, pero hay unas criaturas que se lo impiden y que le acechan. Al desandar sus ... pasos, se encuentra con una sombra a la que pide auxilio. Tras las primeras palabras del espectro, se da cuenta de que tiene delante a Virgilio, al que conoce porque lo ha leído y al que reconoce como maestro. «Por tu bien, decido que me sigas, y yo seré tu guía», dice el poeta romano. Y en el último verso del canto, se lee la voz de Dante: «Empezó a andar y yo le fui siguiendo».
En ese preciso instante, Dante parece aceptar su insuficiencia y la necesidad del lenguaje. Con el lenguaje pide ayuda y sin el lenguaje, escrito y conservado en los libros, no habría sido capaz de identificar en la sombra a su maestro. Solo entonces echan a andar y así, el caminar y la confianza en la utilidad del lenguaje quedan unidos simbólicamente. «Así es como Dante, el autor, y nosotros, los lectores, también podemos movernos porque estamos dispuestos a confiar en el lenguaje, reconociendo sus limitaciones, pero reconociendo que es nuestro camino más seguro de regreso a aquella forma plena y extraviada de nuestro ser», apunta Gabriel Josipovici en 'La escritura y el cuerpo'.
Como Dante, el poeta José Jiménez Lozano, se mueve en tantos de sus poemas. En sus versos leemos a alguien que pasea y mira. Su vista se posa en los campos arados, en los mirlos, en las rosas, en la quema de rastrojos, en los evónimos, los búhos y los nomeolvides. Pasea a la intemperie, pero también por museos, iglesias, cementerios y bibliotecas. Y lo hace también acompañado por alguno o varios maestros a los que también conoce y reconoce porque ha leído. Pero el movimiento se aprecia, sobre todo, en su poética.
Desde que publicara sus primeros versos en 1979 en la revista 'El Ciervo' hasta su póstumo y recién publicado poemario 'Esperas y esperanzas', su escritura se ha ido depurando y aligerando. Como quien deshoja una alcachofa, Jiménez Lozano ha tratado de quitarle al verso todo aquello que no era el tierno corazón de la flor. Esta andadura poética no es corta -diez poemarios- ni avanza en línea recta. Aunque no nos cueste apreciar cómo va dejando atrás el barroquismo de los primeros libros y va encontrando acomodo en el haiku, la tanka y la estética de los poetas japoneses, el camino está lleno de intermitencias, regresiones a estéticas anteriores y vericuetos experimentales.
Pero si los derroteros de esa escritura en marcha importan, también lo hace el lugar al que se dirige: ser capaz de nombrar el mundo. Pero como Dante, confía en el lenguaje tanto como sospecha de sus limitaciones. En sus diarios y ensayos dejó escrito que la autoría, el ego del autor, era nada menos que la hybris con l
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a que el escritor debía lidiar al igual que se hacía cargo de los problemas que el lenguaje y la literatura, en tanto que signos arbitrarios y ficciones, tenían para acertar en la diana de la realidad. Y, sin embargo, siguió escribiendo y buscando una forma de nombrar. Su esperanza de que hay una verdad alcanzable por la palabra mueve al escritor; lo pone en marcha. El suyo es el mismo deseo utópico que permite a Dante salir del infierno. Recordemos aquel canto.
La última bolsa del octavo círculo del infierno es un espacio lúgubre del que parece que no se puede decir si es de día o de noche. Un ruido atronador brota de algún lado y de entre la bruma del horizonte, Dante cree apreciar un manojo de grandes torres. Virgilio le corrige: son gigantes. Al acercarse, uno comienza a berrear en un lenguaje ignoto. Están frente a Nemrod, el tirano babilónico al que algunos exégetas judíos señalan como promotor de Babel. Un ruido sale de su garganta: «Raphèl mai amècche zabì almi». Sus palabras son, paradójicamente, las únicas de toda la 'Divina comedia' que se mantienen sin traducir. No dicen nada; son hijas de la confusión de las lenguas. El cuerpo de Nemrod está enterrado hasta el torso. No puede andar, no puede salir de su círculo. Y como él, sus palabras están ancladas. No pueden pedir ayuda ni dirigirse al otro; no pueden desdecirse ni confiar un secreto. No lloran una muerte ni celebran que un amor perdura. No nombran los campos arados, los mirlos, las rosas, la quema de rastrojos, los evónimos, los búhos y las nomeolvides. Se precipitan siempre por el hermetismo de un verso. «Raphèl mai amècche zabì almi» por toda la eternidad.
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