BUENOS DÍAS, VIETNAM
Últimas tardes de julio
Valladolid se ha quedado sola como aquellas estudiantes que dejaban algo para septiembre, una asignatura o la vida y yo no me he marchado porque no.
Sólo estamos la ciudad y yo, como dos enamorados en una película de Fellini, lo demás es atrezo. Pero a diferencia de Anita Ekberg, Valladolid es morena y lo nuestro un amor caliente y seco como el que nunca ha conocido el mar. Una pasión, ... que en Castilla es un exceso en época de sequía. Un romance, dos amantes por las calles: ella y yo. La ciudad se ha quedado sola como aquellas estudiantes que dejaban algo para septiembre, una asignatura o la vida y yo no me he marchado porque no. Porque todavía hay portales que no he fichado, calles nuevas, siglos que desconozco. Es ahora cuando puedes atravesar la ciudad de un extremo a otro sin cruzarte con un alma como si esto fuese el desierto de Mojave, pero sólo es Valladolid antes de agosto.
Pones por la mañana la radio y te han cambiado las voces y te das cuenta de que sólo estáis los dos. Por no haber no hay ni actualidad, que ha cogido vacaciones hasta septiembre o una baja por depresión. Nuestros representantes electos ya no quieren saber nada de los ciudadanos porque ya les pidieron el voto hasta dentro de cuatro años y si te he visto no me acuerdo. Si se repiten las elecciones, volverán, pero ahora es agosto y lo que antes era jolgorio, consignas y matracas, hoy es tan sólo un rumor: rumor a país varado, a democracia lenta. Burócratas en bañador, gazpacho de bloques parlamentarios, helados de Bruselas, pulpo a la gallega, que se ablanda como han ablandado las urnas a Feijóo. Los periódicos hacen operación bikini, que es ayuno y abstinencia de lo efímero y lo volátil.
Mientras las televisiones se desangran lentamente a la hora de la siesta en lo que los ciclistas vuelven de París. Lo único que engorda en España es el asfalto.
Así que aquí quedamos sólo la ciudad y yo, como un ama de llaves al que no le dejaron el llavín antes de irse y no me atrevo a marchar por no poder darle la vuelta a la cerradura y que cuando vuelva en septiembre hayan desvalijado las espadañas, las esquinas de los cielos y el Pisuerga, que pasaba por aquí. La ciudad, en julio, es un amor de verano que puede alargarse para toda la vida.