BUENOS DÍAS, VIETNAM
La hora de las espadañas
Éramos críos: principios de adultos, creíamos en la inmortalidad, en que todo se resume en un verano
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónA esta hora donde no se distinguen los vencejos de las golondrinas y se confunde la comida con la merienda, porque ha empezado junio –casi julio– y todo es posible en los Torozos. Se han cerrado los colegios y los críos vuelven a creer en ... los Reyes Magos y en la felicidad. Aquella última semana de colegio, casi eterna, en la que no había forma de que sonase el timbre y los profesores se alargaban hasta la extenuación y por fin llegaba el viernes. Junio, casi julio. El infinito cabía en dos meses y medio de verano, la inmortalidad iba de junio a septiembre y éramos invencibles en estas tardes de treinta y siete grados y un flash o dos. Sandía. Y hasta los padres creían de nuevo en la inmortalidad. Una etapa del tour de Francia duraba toda la vida. Una tarde duraba una semana y una vida cabía entera en un verano. A estas alturas del año aprendimos a montar en bicicleta, a nadar, a echarnos novia, que consiste en respirar por boca ajena. Éramos mayores para todo menos para ser mayores todavía. Teníamos un gamusino por mascota y la vida laboral era otra vida que a nosotros en absoluto nos incumbía.
La hora de las espadañas es este espacio sagrado de la tarde en el que cabría una paella, un lechazo o un bocata de mortadela después de cruzar el estrecho a nado. Éramos David Meca sin salir del agua, pero con más aletas, con más branquias, con más ganas de agua todavía. Y las últimas tardes de junio tienen el tacto exacto de los melocotones, que es casi la piel de una toalla de playa. La hora de las espadañas es esta hora exacta de la tarde en la que ninguna osa moverse en Valladolid para no despertar a nadie de una siesta que va exactamente desde la hora que te acuestas a la que te levantas.
Éramos críos: principios de adultos, creíamos en la inmortalidad, en que todo se resume en un verano. Hasta septiembre cabía una vida, dos matrimonios, un divorcio, nuestros padres eran jóvenes, casi viejos, unos pipiolos todavía. La hora de las espadañas era aquella en la que nunca llegaba a anochecer y la ciudad se iba estirando para arriba y las plazas ensanchándose para que nunca llegásemos a salirnos de ellas. La hora de las espadañas es aquella que cantaba Loquillo cuando decía: «cuando fuimos los mejores…», porque los bares no se cerraban, ni las plazas, ni las tardes, ni el verano, ni la infancia. Nunca fuimos tanto nosotros mismos como a esta hora exacta del verano.
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete