Abelardo Gil-Fournier en la Fundación Cerezales: cruzo un desierto

Plantea en estos trabajos el reto de convocar a la intemperie, el experimento de introducir en el espacio del cobijo el desamparo. Para tal fin ha reproducido dentro de la sala de exposiciones lo que se oye en el valle colindante al museo y ha hecho visible, mediante procedimientos científicos, el inmaterial aire. También ha recortado un trozo del alto techo de la nave cuyo fragmento, al quedar caído, distorsiona el horizonte proyectado sobre cuadros en blanco que reproducen formatos extraídos de pinturas paisajísticas pertenecientes al Museo del Prado y al Thyssen-Bornemisza. En otro lugar ha puesto a girar un gran círculo de enormes vasijas artesanales de terracota cuyo roce produce sonidos en los que se mezclan lo desagradable y lo armónico en una música del azar cuyo tema principal es el vacío. Por último, contra el gran ventanal del testero, ha suspendido en el aire varios monitores de vídeo que alternan la pantalla en negro con la filmación en movimiento de los árboles en el exterior, según el fluir del viento.

En cierta medida, el proyecto de Gil-Fournier entre naturaleza y tecnología recuerda la metodología de Olafur Eliasson, que colocó un enorme sol artificial dentro de la Tate Modern de Londres o que instaló cataratas de agua real en varias ubicaciones del East River a su paso por Nueva York y en otros diversos lugares del mundo. También, su pieza giratoria trae a la mente los estremecedores móviles circulares de Bruce Nauman con moldes de animales de carrusel arrastrados interminablemente por el suelo produciendo un irritante sonido.

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Las piezas de esta muestra tienen la tristeza de lo originario y la desolación de lo apocalíptico, naturaleza y tecnología, pasado y futuro que describen el trayecto de una intemperie a otra dibujando una incertidumbre sobre el presente. Son obras sin presencia humana, mecanismos en los que la emocionalidad de lo artístico ha sido sustituida por una cinética helada sin autor. Toda la escenificación hace al espectador enfrentarse a la extrañeza de la materia, a un teatro de las cosas, un mundo desprovisto de símbolos, que lejos de reconciliarle con la naturaleza le aleja definitivamente de ella ante su doble tecnológico. Sin embargo, en una de las piezas hay algo, se oye una voz humana que pastorea entre los ecos de la flora y de la fauna, quizás ahí esté lo que en el poema de Valente es una luz remota, la certidumbre de que no estamos solos.