ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA
Roberto Bolaño, Toledo y yo
(A propósito de Monsieur Pain)
Roberto Bolaño: el mito sigue vivo
Fragmento de la portada del libro La senda de los elefantes
Oí hablar de Bolaño tardíamente, bastante después de producirse su particular boom, por desdicha demasiado próximo a su tan prematura muerte . En la década de los 2000, leí alguno de sus libros, Nocturno de Chile y La literatura nazi en América, creo. ... Me interesó, pero todavía no me fascinó. Creo que de su faceta poética algo me había contado, tiempo atrás, Jesús Maroto, poeta avant la lettre, radar infatigable, siempre atento a las novedades del género, que tiene el don de iniciarme e ilustrarme en nuestra amigable tertulia de varios lustros.
Pero no fue hasta 2017 o 2018 que leí la obra cumbre de Bolaño, Los detectives salvajes, para mí, una de las mayores novelas en español de todos los tiempos. Y, a secas, sin más, una de las mejores novelas de todos los tiempos. La última vez que un libro ha removido mis cimientos, en cuerpo y alma. Desde luego, pasó entonces de interesarme (o, simplemente, gustarme) a fascinarme. Y esa fascinación no hizo sino crecer con las lecturas de su obra póstuma 2666, la magnífica El espíritu de la SF y la reciente de Monsieur Pain, también intitulada en su primera edición La senda de los elefantes.
Hago estas precisiones a modo de preámbulo, no solo como declaración de principios sino para explicar ciertas concomitancias (sincronicidades, fraternidad literaria), que he detectado entre mi poética y la de Bolaño. La obsesión lacaniana por el pasado, la búsqueda del ancestro literario, la entronización de los antihéroes de las vanguardias olvidadas y de las desharrapadas bohemias. Como Bolaño, creo que incluso más que Bolaño, no sé elegir un protagonista para mis proyectos narrativos que no sea un escritor. Quiero dejar claro que mi novela Los años dorados (Penguinrandom, 2017) se publicó el año en que, al fin, me sumerjo en ese continente narrativo y poético de Los detectives salvajes. Pero que estaba concebida y escrita bastante antes, como entre 2014 y 2016. Con el reencuentro de un amor de juventud en una autovía periférica, con el regreso a los años de plomo de la Transición española, con la recuperación de la memoria de La Trama (ese grupúsculo anarco-literario, que se llamó de otro modo, que incluso no tuvo nombre, aunque sí su revista, panfleto casi, multicopiada) y la figura de su carismático líder, con el personaje del viejo escritor valleinclanesco que no se ha vendido al capital ni a los mediocres mandamases/vampiros de la cultura y vive en el viejo Madrid, en una antigua escalera galdosiana (sí, esas de madera que crujen con cada pisada) con su hijita, mujer entrada en años y aquejada de cretinismo. Y también, con la reaparición de un ex policía de la Brigada Político-Social, obsesionado con capturar y neutralizar a ese grupúsculo descontrolado y atraído, a la vez, por la novia del protagonista. Ingredientes bolañianos, pero previos a mi descubrimiento del maestro. Dicho todo esto desde la modestia pero también, sin complejos, desde la verdad o, al menos, desde una cierta sinceridad.
Ya en 2001, mi novela corta El Balcón trataba el tema de la búsqueda de un viejo escritor auto-desaparecido en mitad de su éxito. Fraternidad, sincronicidades, repito.
Acabo de leer Mesieur Pain, novela primeriza, algo deslavazada pero apasionante, como todo relato que saliere del teclado de Bolaño. Contra lo que he leído alguna vez, creo que el Bolaño narrador (que incluye una gran carga de poeta) es muy superior al gran poeta que, acaso, soñó ser. La poesía es la materia, el humus de su narrativa. Y también, un recurso estético y emocional omnipresente en ella. París 1936. Agoniza un tal Vallejo en un hospital entre severos ataques de hipo. Una amiga de su esposa, ante la inoperancia de la medicina oficial, recurre a un acupuntor y mesmerista que atendió, sin éxito, a su desahuciado y ya fallecido esposo. El acupuntor está enamorado, más platónicamente que otra cosa, de ella. Solo al final sabremos que Vallejo es el gran poeta peruano César Vallejo. Y entremedias, una trama de policías acechantes, de agentes españoles enjutos y engabardinados y un París gris, pluvioso y paranoide. Y el pasado, que siempre vuelve: en este caso, el entorno heterodoxo del matrimonio Curie, un viejo gurú al otro lado del hilo teléfonico y un compañero de juventud que apoya a los sublevados en España en julio del 36. Hay dos escenas inolvidables, de esas que marcan indelebles la memoria emocional y literaria: una noche de pesadilla encerrado en una nave contigua a un sótano de juego y sexo duro, y la secuencia del clímax final, la anagnórisis, en un cine de sesión continua, donde un melodrama sonoro incorpora imágenes de un documental-verité mudo, rodado en el laboratorio en el que se formó, en torno a la radioactividad y el magnetismo animal, el grupo al que pertenecieron el señor Pain, mutilado de la Gran Guerra, y su fatídico compañero de butaca.
(Onírico, obsesivo episodio, en los límites del surrealismo o, más al gusto de Bolaño, del infrarrealismo, la corriente que se inventó: nunca saldré de este pequeño cine de bulevar, nunca saldré de esta pantalla, nunca saldré de esta novela, nunca despertaré.)
A pesar del epílogo, con su nomenclátor explicativo, uno acaba la novela sin saber con claridad lo que Bolaño deseaba decirle; incluso, si, en realidad, deseaba decirle alguna cosa. Pero vuelve con la sensación de haberse pateado a fondo, hasta el final de la noche, el París de entreguerras, con el vértigo de esa rampa hospitalaria circular e infinita, no se sabe si ascendente a los cielos o descendente a los infiernos, con los ojos deslumbrados y el alma iluminada por las emociones de la buena literatura, aquella que brinda una experiencia más real que la propia realidad (en general, no tanto prosaica, hay excelente prosa, como tediosa).
Toledo, mi ciudad fetiche literaria y existencial, otorgó a esta novela de Bolaño, presentada bajo el título La senda de los elefantes, el premio municipal de novela Félix Urabayen. Las 300.000 pesetas del premio y su edición (con una portada en la que un elefante se pasea bajo la torre Eiffel), hoy cotizada en varios centenares de euros y muy buscada por coleccionistas de rarezas, bibliómanos y fans de Bolaño, vinieron a ser una rampa de lanzamiento para su fulgurante, imparable y harto merecido despegue literario. Esos premios eran piezas de caza mayor para los escritores que intentábamos asomar la cabeza en medio del barro del huerto literario. En palabras de Bolaño: «Ninguno más importante que estos premios desperdigados por la geografía de España, premios búfalo que un piel roja tenía que salir a cazar pues en ello le iba la vida». Yo fui coetáneo y también piel roja; puede, ya no lo recuerdo con precisión, que llegara a competir alguna vez, sin saberlo, con el gran escritor hispano-chileno. Incluso, en ese mismo Félix Urabayen de 1993.
Teniendo el gran honor, la literaria gloria, de ser derrotado por el Señor Dolor.
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