Tatuajes
Pocos fenómenos son más representativos y sintomáticos de esta cultura epidérmica que nos ha tocado vivir que la moda de los tatuajes
El derecho a discrepar
Tatuajes polinesios
Pocos fenómenos son más representativos y sintomáticos de esta cultura epidérmica que nos ha tocado vivir que la moda de los tatuajes. Asistimos a una auténtica epidemia de estos ornamentos incorporados a la propia piel. Con ellos sucede lo mismo que con los retoques ... que nos proporciona la cirugía estética: una vez que se comienza resulta difícil parar. Uno empieza con un relleno facial o un pequeño tatuaje en el hombro, pero luego sigue retocando o adornando el resto de su cuerpo. Los héroes de nuestro tiempo, nuestros máximos referentes, es decir, los futbolistas y los famosos a los que seguimos (cantantes, influencers, youtubers, etc.), constituyen el espejo en el que mirarnos. La explicación de los motivos sociológicos y psicológicos de esta moda daría para varias tesis doctorales.
Los tatuajes siempre existieron en las culturas tradicionales. Dicen que fue el capitán Cook quien, en 1769, usó por primera vez la palabra «tatto» (una derivación del verbo polinesio ta, «golpear») para referirse a estas marcas que pudo observar en la piel de los habitantes de las islas de la Polinesia. En muchas de las sociedades llamadas «salvajes» o «primitivas», una figura tatuada era un modo de invocar a las potencias celestes o de facilitar la comunicación con las fuerzas cósmicas. Al mismo tiempo, las marcas en la piel constituían un «rito de pasaje» o de iniciación en los cambios de edad o de estado, pero también un signo de jerarquía o rango social y, en general, de pertenencia a un grupo o a una tribu con la que el individuo mantenía una relación inalterable. Tatuarse un animal, por otra parte, era un modo mágico de identificarse con él, a fin de asimilar sus cualidades y apropiarse de sus virtudes. Así el toro atraía la fecundidad o aseguraba buenos rebaños, el oso o el león, la fuerza, etc. Pero también podía servir (tatuarse una serpiente o un escorpión, por ejemplo) para inmunizarnos contra el veneno de los animales peligrosos. Asimismo se utilizaban los tatuajes para sellar una alianza con los espíritus de los antepasados y las diferentes divinidades. Y para la guerra. En las razas negras, los tatuajes eran sustituidos por incisiones o escarificaciones de la piel. En cualquier caso, ya fuese por la introducción de colorantes en el tejido epidérmico o por la formación de relieves cutáneos, el poder mágico y místico de los tatuajes no podía tomarse a la ligera, sino que requería una compleja iniciación del individuo dentro del grupo o el clan al que pertenecía.
Si nos preguntamos ahora (quien escribe estas líneas se ha parado más de una vez a preguntárselo a sus alumnos) por los motivos por los que un joven, y no tan joven, se tatúa un animal o un monstruo fantástico en la espalda o en cualquier otra parte de su cuerpo, en numerosas ocasiones no encontraremos otra respuesta que «porque es bonito» o (apunten esta compleja categoría estética) «porque es guay». No nos gustaría trivializar ni afirmar que estas pinturas o grafías cutáneas se encuentran vacías de todo significado. Nuestra piel no solamente es el órgano más grande del cuerpo (en un adulto posee una superficie aproximada de dos metros cuadrados y pesa cinco kilos); es también ese límite que intermedia entre nuestro interior oculto y el exterior, donde los procesos internos dejan un rastro visible a nuestros ojos y a los de nuestros semejantes.
Constituye, además, el lugar del contacto, de la caricia, del encuentro con el otro. El que se marca su propia piel desea señalar una propiedad o una dependencia respecto a aquello a lo que el signo alude (por ejemplo, el recuerdo de una persona amada). Sin embargo, en esta época en la que veneramos a los dioses del consumo (o de la moda), las razones por las que tatuarse este o cualquier otro motivo en esta o cualquier otra zona de la epidermis suelen ser tan superficiales como las que nos llevan a elegir el lugar de nuestra anatomía donde colocarnos el piercing.
No decimos que no existan motivos, claro que no, algunos muy serios, pero éstos con frecuencia son tan débiles que rozan la indiferencia. Embellecer el cuerpo podría ser un motivo, desde luego, pero bastante pobre y equívoco. El mero hecho de cambiar y de hacer algo con tu cuerpo (pero sólo si la mayoría de la gente hace lo propio) puede ser también otra de estas pobres motivaciones. El caso es que el cuerpo ya no es, como antaño, un objeto de poder sino una especie de árbol de Navidad en el que se cuelgan de manera permanente adornos, los cuales están sujetos a las modas y a las oscilaciones del mercado. Se estima que este negocio mueve al año en España más de 220 millones de euros de manera legal (a los que habría que añadir unos cuantos millones más no declarados). Dependiendo de su poder adquisitivo, uno puede diseñarse sus propios tatuajes de acuerdo con las últimas tendencias en técnicas, temáticas y áreas del cuerpo.
Tatuaje irezumi realizado con tebori. Japón, finales del siglo XIX
El catálogo donde elegir es casi infinito: tatuajes 3D en los que las luces y las sombras se integran de manera que consiguen una impresión de profundidad; tatuajes realistas de animales, lugares y rostros casi fotográficos; tatuajes blancos, tatuajes-acuarela, tatuajes minimalistas, puntillistas, abstractos y también los clásicos tatuajes «old school» con motivos marineros… Cada vez se llevan más los tatuajes «blackwork», consistentes en cubrir grandes zonas de la piel con el negro (una buena opción para taparse los tatuajes que ya no nos gustan), bien diseñando figuras geométricas con reminiscencias maoríes, bien fundiendo completamente en negro un brazo, una pierna o el cuello (debo confesar que ante esta última moda naufraga mi capacidad de raciocinio). Si uno está enamorado y cree que su amor va a durar siempre puede tatuarse en pareja. Y no hablemos de la micropigmentación facial o capilar, muy en boga entre hombres y mujeres, consistente en simular mediante la tinta la presencia de pelo en la cabeza, la barba o las cejas. La estación favorita para exhibir estos tatuajes es, naturalmente, el verano; y el lugar propicio, el gimnasio, la piscina o la playa.
La moda de los tatuajes ilustra un nuevo capítulo de lo tratado en artículos anteriores, cuando hablábamos de cómo esta cultura de la simulación y el engaño, que nunca acaba de tomarse a sí misma demasiado en serio, se encuentra condenada a la frivolidad. Asistimos al imperio de lo superfluo, o de lo efímero. Sin embargo, no deja de ser irónico que en una sociedad tan cambiante e inconsistente como la nuestra, en la que resulta cada vez más difícil hallar algo sólido a lo que aferrarse, lo único indeleble sean los insubstanciales tatuajes.
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