Un paseo por el feísmo toledano. Capítulo segundo

Si no queremos convertir Toledo en un parque de atracciones «culturales», apostar por viviendas y establecimientos para los residentes, en especial para los jóvenes

Un paseo por el feísmo toledano. Capítulo primero

Luis Peñalver Alhambra

Toledo

«Tienen que venir ustedes una vez a Toledo, y ver, o asombrarse, pues aquí se progresa ante todo con el asombro. Cuanto más se asciende en su escala, más se aproxima uno aquí a las cosas. Tiene usted que imaginarse una realidad que raya ... simplemente en lo increíble, que lleva en sí el mensaje de una revelación». Estas palabras las escribe Rilke en una carta a su amiga Elsa Bruckmann, fechada en el Hotel de Castilla el 28 de noviembre de 1912. Se asombra además de que, a diferencia de Italia, un viajero pueda pasear libremente por las calles de esta vieja ciudad castellana sin que nadie lo moleste ni repare apenas en él.

La poética de sus Elegías de Duino, una de las cumbres de la poesía universal, debe mucho a la ciudad de Toledo. A Toledo y a la contemplación de la Inmaculada de la capilla de Oballe, de El Greco (durante un mes Rilke acudió todos los días a reclinarse ante esta maravillosa obra de arte a la iglesia de San Vicente, por entonces Museo provincial y hoy convertido en bar de copas). Se da la circunstancia de que uno de los poetas más grandes del siglo XX ni siquiera ha merecido una placa conmemorativa en esta antigua ciudad que «existía en igual medida para los ojos de los muertos, de los vivos y de los ángeles».

En este segundo capítulo del feísmo toledano no vamos a ocuparnos de los bodrios estéticos (esculturas de rotonda, horribles edificios) que quedaron pendientes en el capítulo primero. Nos gustaría prestar atención a lo mucho que se ha afeado la ciudad desde los tiempos en que nos visitó Rilke. Mucho han cambiado las cosas desde que el poeta cruzó el «viejo puente de piedra» para adentrarse en la urbe milenaria.

No vamos a sentir nostalgia de la tartana que le sirvió como transporte desde la estación del ferrocarril, en una época en la que a los turistas todavía se los llamaba viajeros, pero ello no ha de hacernos desear el autobús de dos pisos y colores chillones que hoy espera a los turistas a la salida de la estación, ofreciéndoles paquete completo de visitas con comida incluida. Tampoco vamos a cambiar el AVE por la vieja locomotora de vapor que por aquel entonces tardaba tres horas en hacer el trayecto de Madrid a Toledo. Nuestro romanticismo no es tan grande que nos haga enemigos del «progreso». Pero al mencionar estos medios de transporte nos hemos acordado de una reflexión del urbanista Paul Virilio. Así como con el ascensor desaparece la escalera, con el tren de alta velocidad desaparece el paisaje.

Quizás podamos añadir nosotros que con el turismo masivo desaparece la ciudad de Toledo. No, no es fácil ver la ciudad viva que los toledanos amamos a través de ese bosque de paraguas multicolores que llenan Zocodover y que no están concebidos para recibir la lluvia sino para recoger turistas. La ciudad que los toledanos queremos se vislumbra con dificultad cuando la contemplamos a través de los expositores de baratijas con los que los comerciantes invaden las calles, contraviniendo las ordenanzas municipales; o cuando tratamos de ver la torre de la catedral entre la turba de grupos de turistas que toman como por asalto la calle Ancha, desgraciadamente perdida para los toledanos; o cuando queremos cruzar una plaza y nos lo impide la apropiación indebida de este espacio público por parte de la terraza de un establecimiento hostelero. Los que tenemos cierta edad aún recordamos los comercios y las tiendas de barrio que hacían habitable la ciudad a los que vivían en ella.

Seguramente haya que resignarse al destino que compartimos con tantas ciudades históricas y aceptar que Toledo es una ciudad turística. Pero quizás se pueda aspirar a conseguir un turismo de más calidad. Quien escribe estas líneas ha visto muchos conjuntos histórico-artísticos, en Francia o en Italia, por ejemplo, y ha sentido envidia al pasear por sus calles llenas de talleres artesanos, galerías de arte y tiendas de antigüedades. Podemos comenzar exigiendo que los guías turísticos (después de todo nuestra carta de presentación ante los miles de turistas que nos visitan todos los años) estén cualificados, denunciado por intrusismo a aquellas empresas que no contrate a guías debidamente acreditados (hace poco una amiga me dijo que había oído decir a uno de esos «intrusos» que El Greco estaba enterrado a los pies de su cuadro más famoso, El entierro del señor de Orgaz).

Hay mucho trabajo que hacer si queremos que la candidatura de Toledo como capital europea de la Cultura en 2031 llegue a buen puerto. Esta misma semana el actual alcalde, Carlos Velázquez, ha anunciado los componentes del Consejo Asesor que trabajarán para que se haga realidad tan ilusionante proyecto. Les deseamos toda la suerte del mundo. Pero ante todo se requiere que las diferentes administraciones, instituciones y asociaciones culturales colaboren y cooperen entre sí. Más allá de los figurones y los figurines que, supongo, existen en todas las capitales de provincias, donde la mitad de sus «fuerzas vivas» se dedican a despreciar a la otra mitad, hay en Toledo personas brillantes que podrían aportar ambiciosas ideas para convertir a Toledo en uno de los grandes referentes culturales de Europa, siempre que se les deje un margen de maniobra, claro está, y se dote a los nuevos proyectos de presupuesto económico.

Urge cambiar de modelo turístico-cultural. No puede ocurrir, por ejemplo, como sucedió en la anterior legislatura municipal, que se destinen 300.000 euros a un espectáculo de luz y sonido, pero prácticamente nada a celebrar un congreso internacional sobre Galdós, el gran novelista tan vinculado a Toledo, con motivo del centenario de su muerte. Disfrutamos de unos ciclos de teatro y danza muy dignos, pero no es suficiente. Es preciso recuperar y ampliar el Museo de Santa Cruz, hasta no hace mucho el mejor museo provincial de España; crear nuevos espacios expositivos y seguir fomentando festivales de música, teatro y cine. Pero sobre todo se requiere, si no queremos convertir Toledo en un parque de atracciones «culturales», como una extensión del vecino parque temático, apostar valientemente, no por los apartamentos turísticos ni por los macrohoteles que se comen literalmente manzanas enteras del casco histórico, sino por viviendas y establecimientos para los residentes, en especial para los jóvenes.

SOBRE EL AUTOR
Luis Peñalver Alhambra

Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid

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