El desafío de Fuengirola al duplicar su población cada verano: «Me voy a Bilbao, más fresco y menos agobio»
Turistas y vecinos escriben la historia de una ciudad que cada verano crece y se reinventa para no perder su esencia
Málaga
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Iniciar sesiónArde Fuengirola. Son las ocho y Fuengirola ya bulle bajo un sol que empuja el termómetro hacia los 30 °C. Las ruedas de las maletas repican sobre las losas calientes, los camareros descargan barriles en los chiringuitos y una bruma salada se desprende del Mediterráneo ... antes de la primera zambullida. «Llevamos semanas afinando cada detalle para el mes más fuerte del año», confiesa Fernando Sánchez, dueño del Hostal Los Corchos en Los Boliches. Aquel barrio de redes y barcas es hoy escaparate de la ciudad: sus calles se ensanchan para recibir la marea de visitantes que cada verano reinventa Fuengirola.
Los números confirman lo que el termómetro humano anticipa. El gobierno local contabiliza 518.814 viajeros hoteleros en 2024, un 8 % más que el estío anterior. Las pernoctaciones superan los 2,45 millones, con una estancia media de 4,78 días, según datos de Turismo Costa del Sol. Además, la corporación municipal anuncia que, para impulsar la llegada de forasteros, empleará análisis masivo de datos e inteligencia artificial a fin de ofrecer información más útil al visitante. Los responsables calculan que la población se dobla durante julio y agosto, un aluvión que dispara la ocupación, el tráfico y las quejas por ruido. Aun así, el consistorio presume de armonía: «El objetivo es equilibrar la actividad vacacional con el bienestar de los vecinos», resumen en la administración local.
La avalancha de veraneantes ha llevado al Ayuntamiento a activar un dispositivo especial: 11.600 horas extra y 24 agentes más patrullan las calles con el foco en el control de alcohol y drogas. El servicio de Limpieza también refuerza plantillas con 38 operarios para barrer, vaciar papeleras y recoger residuos en paseo marítimo, centro y barrios densos.
A mediodía el Paseo Marítimo Rey de España hierve: la arena se viste con un mosaico de sombrillas que casi besan la orilla y las aceras laten como arterias repletas de chiringuitos rodantes, heladerías súbitas y altavoces que derraman ritmos por cada rendija. Ese bullicio veraniego, que llega puntual con el solsticio, sigue hechizando a Francisca Romero: tras cuarenta años en Fuengirola, aún saborea la fiesta como el primer día cuando la marea de veraneantes desembarca.
Fernando Sánchez, propietario del Hostal Los Corchos, en Los Boliches, lidia con ese tsunami humano desde el mostrador. «El pico de ocupación llega entre la tercera semana de julio y las dos primeras de agosto. De ahí hasta mediados de septiembre seguimos casi llenos, pero ya no hay la misma tensión», explica. Las cifras de su pequeña empresa ilustran el fenómeno: «Entre junio y agosto rozamos el 60 % de reservas anticipadas, casi todos clientes nacionales». El reparto es contundente: «Ocho o nueve de cada diez huéspedes son españoles en pleno verano; sobre todo de la zona de Córdoba y Jaén».
Este auge estival no se traduce, sin embargo, en contratos extra. «No contratamos a nadie. Somos la misma plantilla todo el año: dos recepcionistas, uno nocturno y la limpiadora», subraya Sánchez. Asimismo, defiende que Fuengirola se ha convertido en un polo vacacional durante todo el año y que mantienen una ocupación mínima del 50 % en los meses de invierno. Este pequeño hostal en Los Boliches ilustra el tirón estival del municipio, aunque su éxito no se replica de forma homogénea en el resto de la ciudad ni en todos los sectores.
El forastero se multiplica y el vecino se ve obligado a elegir entre adaptarse a la creciente aglomeración o hacer las maletas hacia lugares más tranquilos. Anabel Bertolín, patóloga jubilada, es del segundo grupo: «Demasiada gente; esto antes estaba mucho mejor. En verano me voy a Bilbao: más fresco y menos agobio», confiesa mientras sortea maletas en la estación. Al otro lado de la balanza está Francisca Romero, extremeña afincada en el centro: «Hay aglomeraciones, claro, pero de esto vivimos. Fuengirola es una ciudad dormitorio sin la temporada alta; hay que entenderlo».
Para Brian Cooper, dueño del pub británico Koopers, la clave es el calendario: «Septiembre es el mejor mes. Vuelven los ingleses, los escandinavos bajan en invierno y, en junio y julio, mi clientela española es mínima; no se deciden a entrar en un pub inglés». Ese vaivén le obliga a girar la carta y la música según el pasaporte del público: fish-and-chips y Premier League cuando manda el Reino Unido; paellas y flamenco pop cuando manda Córdoba.
El punto de ebullición llega, como recuerda Fernando Sánchez, en la tercera semana de julio. Las noches se alargan con conciertos en la plaza de España, el mercadillo nocturno del paseo y terrazas que ya apenas distinguen entre café y gin-tonic. A mediados de agosto, aun con ocupaciones del 90 %, la marea empieza a bajar. Septiembre trae días más cortos y calles respirables: Cooper conecta Sky Sports, los hoteles aplican tarifa media y la Policía retira parte del dispositivo.
La caída no es abrupta. El informe municipal constata que la ocupación «sigue siendo buena» hasta finales de octubre, sostenida por los seniors nórdicos y los puentes nacionales. El visitante de invierno, sobre todo escandinavo, y los usuarios de campos de golf alargan las reservas y mantienen viva la economía local mientras los vecinos recuperan su ritmo.
¿Futuro o punto de inflexión?
La pregunta que recorre las calles es si la ciudad podrá seguir creciendo sin renunciar a la «armonía» que proclama el consistorio. Las actuaciones de modernización, nuevo paseo marítimo, soterramiento de cables, cámaras de tráfico, avanzan al ritmo que permite la temporada baja. Pero el calendario se acorta: los técnicos ya hablan de una temporada media-alta que va de Semana Santa a noviembre.
Entretanto, Fuengirola ajusta sus resortes para otro verano de récord: brigadas de limpieza doblan turnos, sensores de aforo custodian los aparcamientos y las líneas de autobús nocturno se refuerzan para que la riada de toallas y chanclas no dependa del coche; «los beneficios serán mayores que las molestias», repite el ayuntamiento. Marenostrum se llena de artistas internacionales y las playas de vecinos sin entrada que quieren escucharlos como una eterna noche de San Juan.
En un banco, frente al monumento a la Peseta, Anabel consulta los horarios del tren a Bilbao mientras Francisca señala en el móvil los chiringuitos que piensa recorrer: dos planes opuestos en la misma postal. Bajo la marea humana, la ciudad aprende a tatuarse cada verano un nuevo nombre sin borrarse el anterior. Otro año más miles de veraneantes disfrutarán de Fuengirola ante la mirada de los residentes que irán a comprar el pan, al médico o a la iglesia del Rosario sin los hombros despellejados por el sol y con los niños vestidos de domingo, sin abonarse al top-manta playero.
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