PASAR EL RATO
La barriga
A Otegui ya lo llamaban El Gordo sus miserables compañeros de carrera terrorista
José Javier Amorós: 'Provocación'
Córdoba
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Iniciar sesiónEl poder engorda. Muchos de los que mandan hoy en España son gente expandida de contorno. La presidenta del Congreso de los Diputados, Francina Armengol, es un caso, risueña y desenvuelta, que vive de ser obediente. Ada Colau, que ... contribuyó a envilecer Barcelona, está sobrada por fuera de lo que está carente por dentro: peso. Su producto interior bruto lo enriquece un poco la popularidad y su feminismo cabreado. Es más tosca que la mallorquina, pero no menos servicial.
El presidente del Tribunal Constitucional es un magistrado orondo, en posición gubernativa de firmes sobre el polvo del camino. Siempre hay una justificación para la injusticia. A Otegui ya lo llamaban El Gordo sus miserables compañeros de carrera terrorista. Iceta, el de las bibliotecas, podría echarse a rodar en cualquier acto oficial. Aunque pertenece a una raza superior, Andoni Ortúzar es una venganza de la naturaleza para igualarlo a los que desprecia.
Oriol Junqueras, con su aspecto de pobre de cacillo secesionista, es un gordo triste, aunque también superior. La independencia de Cataluña sería su sudario político, obligándole a convivir exclusivamente con otros zombis tan sombríos como él. No creo que la pida en serio. El único que mantiene el tipo es el apuesto Sánchez, que no reconoce otro dios ni otro amo que Pedro Sánchez.
Por eso es el más dependiente de todos. Ya engordará cuando lo echen. Pero todos ellos palidecen ante una fotografía que publicó ABC el pasado miércoles. Amenizaba un artículo de Salvador Sostres, en una de las pocas ocasiones en que el escritor catalán no habla elogiosamente de sí mismo. Reproduce una imagen que debería estar reservada a las sesiones clínicas de los hospitales. Sobre un asiento reclinado del AVE Madrid-Barcelona duerme el presidente del primer club de fútbol de la republiqueta, Juan Laporta.
De la cabeza recostada, con los ojos cerrados, cuelga una boca desmesuradamente abierta, como si acabara de despedirse de este mundo durante el trayecto. Siguiendo el recorrido que marca la corbata, aparece ante el espectador una barriga capitalista descomunal, políticamente hostil, inabarcable, hinchada como un suflé, una barriga invasiva, que impide divisar el paisaje que está debajo de ella, un atentado ecológico. El botón de la camisa más próximo a la cima de la montaña viajera parece a punto de estallar. Afortunadamente, el pasajero de delante está protegido por su propio asiento. En ese recipiente de carne nacionalista bamboleante caben con holgura la ley de amnistía, el referéndum, la declaración de independencia, dos fábricas de butifarra y una bodega de cava. Hay que tener mucha seguridad en el propio futuro para seguir considerándose superior con una barriga de ese tamaño. El resto del cuerpo del artista se desparrama, exangüe, por el asiento, que en contra de todas las apariencias, lo contiene. Hubo un tiempo en que Laporta fue delgado y flexible. Ahora es una ruina adiposa, que preside un club imputado por cohecho.
Se pierden por la boca. Hablan de más, comen de más. Están de más.
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