Enquiridión
Horas bajas
La campaña ha sido pobrísima, tanto si se mira a los partidos como a los medios de comunicación
La campaña se ha cerrado con un episodio grave (el lío del voto por correo) y dos eventos cómicos: el mitin de Zapatero en San Sebastián a principios de semana y la afición a la plancha de Yolanda Díaz. Hemos sabido, durante el debate a ... tres del miércoles, que a Yolanda le priva planchar. Después del trabajo y para relajarse, plancha lo que se le ponga por delante. Una, dos, tres horas. Frenesí provocado por un esfuerzo sintético: el de combinar el homenaje al obrero con la exaltación de la mujer, el nuevo sujeto revolucionario de la izquierda. Yolanda no ha incluido aún a otros colectivos, verbigracia, las gentes del campo. Pero denle tiempo y comprobaríamos que no solo plancha, diariamente, horas y horas, sino que lo hace con un sombrero de paja, como el que gastan las espigadoras en lo fuerte de la canícula. Todo es elemental, fraudulento, penoso. Y máximamente conturbador cuando se repara en que la persona en cuestión aspira al tercer puesto en las elecciones generales. De modo que lo cómico, a fin de cuentas, no es tan cómico.
La combinación de motivos ideológicos o, más valdría decir, publicitarios ha encontrado su expresión más tonta, más increíblemente absurda, en la alocución de Zapatero en San Sebastián. Aquí los elementos de la combinación eran: universo infinitamente grande, hombre infinitamente pequeño, amor, cultura. Creo que hay un quídam en internet que se gana la vida cocinando un plato compuesto con los ingredientes que tenga a bien proponerle el público. Por ejemplo, cañamones, tocino y helado de vainilla. Conciliación gastronómica… de lo inauditamente dispar. Así Zapatero con lo infinito, lo infinitesimal, la cultura y el amor. Con sus ojos espantados y como circuidos de negro, Zapatero ha parecido siempre una réplica del payaso blanco, el que sale emparejado con el augusto de circo. Le falta, cierto, el cucurucho. Pero los gestos pasados de rosca y la inflexión de voz suplen la carencia. Hubo un momento en que exclamó el expresidente: «El infinito es el infinito… La tierra es el único lugar del mundo donde se puede leer un libro… y donde se puede amar». Esta frase constituía, sospechamos ahora, el momento culminante del discurso, porque Zapatero introdujo una pausa a continuación. El público, que no había captado lo memorable del mensaje, mensaje inspirado a su vez en una antítesis implícita -la izquierda respeta la tierra; la derecha la pone en peligro-, se quedó desconcertado. Unos instantes de silencio. El público comprende al fin, interpelado por los ojos desorbitados de Zapatero. Aplausos. Y el orador sigue haciendo malabarismos con la inmensidad del mundo, la pequeñez de la tierra y la malhadada incuria, por no decir perversidad, de la derecha en materia de medio ambiente.
La campaña ha sido pobrísima, tanto si se mira a los partidos como a los medios de comunicación, mucho más centrados en especular sobre quién será el ganador que en las graves dificultades a las que deberá enfrentarse el que al fin se instale en La Moncloa.
En la medida en que la calidad de una democracia depende de la calidad del discurso público, cabe decir que la nuestra, en este momento, atraviesa horas muy, muy bajas. Ello dicho, percibo, dentro del naufragio general, un rasgo que, repito, va más allá de lo cómico. Y es la casi inexplicable ridiculez y amaneramiento del sanchismo y lo que se mueve a mano siniestra. Mientras el discurso de la derecha se queda en lo meramente pobre, el de la izquierda propende a lo sublime (sin excluir lo violento). Le viene a uno a las mientes fray Gerundio de Campazas, el predicador trastornado. Insufle usted en una cabeza palabras grandes sin nada dentro y provocará el equivalente a una intoxicación etílica.