La economía de China, en declive: el silencio tras el 'boom'
Los desequilibrios estructurales ponen fin a décadas de crecimiento vertiginoso y abren una nueva etapa marcada por la hostilidad geopolítica
La economía de China se atasca tras la pandemia
CORRESPONSAL EN PEKÍN
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Iniciar sesiónEl crecimiento económico más rápido en la historia de la humanidad llega a su fin. Su magnitud escapa a las palabras. Por suerte, quedan los números. En el último medio siglo, China ha multiplicado por 157 su Producto Interior Bruto (PIB) –de 113.690 millones ... de dólares en 1972 a 17,96 billones en 2022, según datos del Banco Mundial– y ha sacado de la pobreza a más de 800 millones de individuos –muchos de los cuales cayeron en ella, en primera instancia, a consecuencia de las catastróficas políticas del maoísmo–. Un proceso que ha reconfigurado el orden global: el país comandado por el Partido Comunista representa la segunda potencia y aspira a arrebatar la hegemonía a Estados Unidos.
Pero dicho desarrollo agota su impulso. Desequilibrios crecientes amenazan la estructura: deuda, demografía, sector inmobiliario, desempleo juvenil y hostilidad geopolítica. El régimen chino emprende ya una nueva época de crecimiento atenuado que apremia a consumar cambios estructurales y pone a prueba la entereza de su contrato social, basado en el intercambio de libertad por prosperidad. Todo ello augura una evolución descendente que, como el ascenso, también transformará el mundo.
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Con la 'Reforma y Apertura' iniciada por Deng Xiaoping en la década de los setenta, China ejecutó una pirueta sin precedentes: transitar con éxito de un sistema comunista a una economía de mercado sin alterar el modelo político. El Partido Comunista recurrió entonces, con ligeras modificaciones, al modelo de Asia Oriental aplicado en décadas previas por Japón, Corea del Sur y Taiwán, a su vez adaptación práctica de las teorías del economista alemán Friedrich List.
En su libro 'China's Economy' –Economía de China (2016), sin edición en español– el economista Arthur Kroeber identificaba tres rasgos fundamentales de este modelo y su consiguiente «milagro»: uno, reforma agraria para fragmentar grandes latifundios; dos, industria manufacturera orientada a la exportación; tres, represión financiera –es decir, controlar los mercados mediante intereses bajos, tasas de cambio devaluadas y control de capitales de modo que el Estado pueda redirigir el capital a sectores estratégicos–. El régimen incorporó dos notas propias: el protagonismo de las grandes empresas estatales y el fomento de la inversión directa extranjera.
Durante cinco décadas esta fórmula cumplió con creces. Sin embargo, hace tiempo que rebasó su fecha de caducidad. La ralentización progresiva de la economía se ha intensificado tras la pandemia. Una realidad cuyas manifestaciones, como de costumbre, el Partido Comunista ha tratado de esconder.
Variación anual del PIB de China
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Fuente: OCDE, Oficina Nacional de Estadística de China / ABC
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2022
Fuente:
OCDE, Oficina Nacional de Estadística de China
ABC
A mediados de agosto, las autoridades chinas anunciaron que dejarían de publicar la tasa de desempleo entre menores de 25 años para «revisar la metodología», después de que en julio marcara un máximo histórico del 21,3%. Una maniobra en absoluto novedosa. Meses antes desapareció la encuesta sobre la confianza de los consumidores, en cotas mínimas desde hace un año. Y en 2017, la tasa de fertilidad del otrora país más poblado del mundo, sumido en una crisis demográfica agravada por los controles a la natalidad impuestos por el régimen.
Hay muchos otros problemas a la vista. Los más punzantes atañen al sector inmobiliario, el cual supone un 29% de la economía china. Evergrande, la segunda mayor constructora del país, bordea el impago desde finales de 2021 ante una deuda estimada en más de 2,3 billones de yuanes (307.000 millones de euros). Emergencia que amenaza también a Country Garden Holdings, hasta ahora considerada una de las empresas más sólidas.
Por suerte, quedan los números, algunos más referenciales que milimétricos. El PIB chino creció un 3% en 2022, su peor resultado en casi medio siglo sólo por detrás del 2,3% de 2020, guarismo que enmascara una probable contracción a causa de la política de covid-cero. El esperado rebote pospandémico, no obstante, nunca llegó. El índice apenas ha repuntado un 0,8% intertrimestral en el segundo periodo de este curso. Así, aumentan las posibilidades de que por segundo año consecutivo China no alcance el objetivo gubernamental, cifrado para este ejercicio en «alrededor del 5%».
Riesgos previsibles
Semejante escenario parece dar la razón a aquellos expertos que desde hace tiempo vienen alertando sobre los derroteros de la economía china. Entre ellos se cuenta Michael Pettis, investigador del Carnegie Endowment, uno de sus más reputados estudiosos. «Hay mucho debate sobre lo que ha causado la ralentización en China. Mi argumento es que se trata de problemas estructurales causados por la aplicación de un modelo de crecimiento muy exitoso, destinado a solucionar un obstáculo original de subinversión», detalla para ABC desde su residencia en un barrio tradicional de Pekín.
Para ilustrar su explicación recurre a Albert Hirschman, un difunto economista alemán «más conocido en Latinoamérica que en Asia». «En los sesenta y setenta, Hirschman escribió que un modelo de crecimiento exitoso es uno que atiende a tus problemas particulares, y como es exitoso los resuelve, lo que quiere decir que todo modelo se vuelve obsoleto a sí mismo, porque una vez que tus problemas son resueltos seguir aplicándolo crea otra serie de desequilibrios».
El Gobierno chino es consciente de esta paradoja. Ya en 2007 el por entonces primer ministro Wen Jiabao advirtió que el crecimiento del país era «desequilibrado, descoordinado e insostenible». Aun así, el anticipado giro no ha tenido lugar. «El modelo no solo se ha mantenido, sino que se ha agudizado», apunta Alicia García-Herrero, economista jefe para Asia de Natixis. «Pese a su tamaño, la economía china sigue dependiendo de las exportaciones porque su talón de Aquiles es el consumo».
De acuerdo al Banco Mundial, el consumo apenas representa un 38% del PIB en China frente, por ejemplo, al 68% en Estados Unidos y el 57% en España. Sin embargo, las autoridades no han implementado todavía estímulos significativos ni incrementado prestaciones sociales. En parte, las reticencias son ideológicas: en su oposición reaccionaria a Occidente, Xi Jinping repudia el concepto de estado del bienestar. «Para su renta per cápita tienen un estado del bienestar más pequeño que otros países», incide García-Herrero. «De este modo, no ofrecen a sus ciudadanos la posibilidad de consumir más, reduciendo el riesgo y la incertidumbre. Para cuando se den cuenta [de su importancia] ya no tendrán recursos fiscales para hacerlo».
Política, primero
Pettis ahonda la reflexión sobre los impedimentos a la hora de acometer lo obvio. «No es un chasquido de dedos y dar dinero, es toda una transferencia. Durante treinta años construyeron una economía sobre transferencias ocultas de hogares a empresas y gobiernos locales. ¿La industria manufacturera china es la más eficiente del mundo? Mentira. La clave reside en que está enormemente subvencionada de manera estructural, con tipos de interés reducidos, divisa devaluada, salarios bajos, trabajadores que no pueden asociarse... Todo eso son maneras de coger el dinero de los hogares para subvencionar negocios». Invertir el proceso, por tanto, requiere también una transformación profunda del entramado institucional.
En China, toda cuestión siempre acaba siendo política. Nada escapa a sus exigencias, ni siquiera la realidad misma. «El primer problema es que la economía real está ofreciendo tasas de crecimiento políticamente inaceptables, entre el 2 y el 3% en el mejor de los casos», tercia el economista estadounidense. ¿La solución? «Crear crecimiento artificial, el cual en una economía capitalista occidental no sería sostenible». ¿Cómo? Invirtiendo en infraestructura.
«Guizhou representa el ejemplo perfecto». Esta provincia, una de las más pobres del país, tiene unos ingresos per cápita equiparables a Camboya y, al mismo tiempo, la mitad de los cien puentes más altos del mundo. «Construyeron muchas cosas que nunca van a usar. Su PIB creció muy rápido, pero no se enriquecieron». En paralelo, también ha aumentado la deuda que a nivel nacional ya alcanza el 280% de dicho índice. Entre las regiones con las cuentas al límite está, claro, Guizhou.
La inversión en infraestructura representa un 44% de la economía china, cuando la media global se sitúa en el 25%. Los indicios de sobreconstrucción resultan evidentes. Un estudio elaborado por la Universidad Suroccidental de Finanzas y Economía, radicada en Chengdu, calculaba que casi un quinto de los apartamentos en núcleos urbanos permanecen vacíos. Mary –que comparte su testimonio con ABC mediante un nombre ficticio– ha vendido este año su piso en las afueras de Pekín por un 20% menos del precio ofrecido hace cinco años. «Muchos de mis conocidos se están planteando vender, la gente ha perdido el optimismo en el futuro», confiesa.
Este pesimismo permea también las perspectivas de que China pueda convertirse en la primera economía mundial, años atrás poco menos que un dogma. «Pekín ya no es una amenaza económica andante ni es probable que adelante a Estados Unidos en ninguna medida significativa de poder económico en las próximas dos décadas», declaraba Logan Wright, socio de la consultora Rhodium Group, durante su comparecencia ante una comisión del Congreso de Estados Unidos el pasado mes de agosto. Días antes, el presidente Joe Biden realizó una caracterización menos sofisticada: la economía china «es una bomba de relojería» que podría empujar a sus líderes a «hacer cosas malas».
Dos sendas
Así, el inmovilismo conduce a China a un punto intermedio entre dos escenarios: una «japonificación» o un momento Lehman, una crisis lenta o fulminante. En los noventa, el estallido de su burbuja inmobiliaria arrastró al país nipón a décadas de deflación y escaso crecimiento. Ahora bien, el Partido Comunista bordea el precipicio entre una pujante hostilidad geopolítica, mucho antes de haber alcanzado el nivel de economía avanzada y, como subraya García-Herrero, «con una deuda pública 2,5 veces superior a la de Japón cuando tenía la misma renta per cápita».
A juicio de Xu Bin, profesor de Economía en la escuela de negocios Ceibs, hay otra diferencia sustancial. «Ambos países están en etapas de desarrollo diferentes pero, irónicamente, aunque Japón es visto como una economía de mercado es también un modelo mucho más rígido que China», destaca, poniendo como ejemplo el mercado laboral.
Por otro lado, «un momento Lehman no sucederá porque controlan el sistema financiero», prevé Pettis. «Aunque sea un desastre político y social, también puede acabar siendo económicamente beneficioso», aclara. «Japón detectó sus problemas en 1986 y en 2023 todavía están intentado arreglarlos. En diez años Estados Unidos recuperó su porcentaje de PIB global mientras que Japón, que representaba el 17%, se ha quedado en el 7%». Y concluye que «una crisis limpia el sistema pero, por supuesto, es mucho más dolorosa».
Xu, por su parte, mantiene el optimismo. «Nuestra conjetura es que el Gobierno volverá a poner el foco en el crecimiento. China retomará a las políticas de Deng Xiaoping y el PIB regresará al 5 o 6%. Si por el contrario el Gobierno prioriza la pelea con Estados Unidos, hacer el país 'más rojo' u otros objetivos no económicos como en los últimos cinco años, bajará a un 3 o 2%, pero no será un colapso». El final de esta historia, en números y palabras, todavía está por escribir.
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