Viena, cigarrillos y cambios de rasante: un día en el mundo del rally eléctrico

Viena desaparece pronto del horizonte y el verde empieza a monopolizar el paisaje, da la sensación de que te diriges a una instalación secreta del gobierno. En medio de un bosque emerge un edificio grisáceo, discreto y con numerosos coches de exposición en su exterior. Es el centro de operaciones de la rama de rally eléctrico de Opel, donde se presentó su nuevo Corsa para competición.

«El mundo viene hacia nosotros», explica Joerg Schrott, máximo responsable del proyecto, a la hora de justificar la inversión que la empresa teutona está haciendo en los rallies eléctricos. No solo es que la conciencia ambiental esté dirigiendo a la industria hacia una dirección, es que también los avances tecnológicos están reduciendo las diferencias entre lo verde y el fuego del motor de combustión. «Queremos dotar de emoción a lo eléctrico».

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La presentación no tiene desperdicio, un infinita lista de datos y objetivos en la que incluso se cuela Jurgen Klopp, entrenador del Liverpool (en un vídeo promocional, eso sí). «No os vamos a aburrir más, lo mejor es vivirlo», reconoce con una sonrisa pícara Schrott. Un café y de nuevo a la furgoneta, esta vez hacia la espesura, siempre misteriosa. La lluvia se ve a la lejanía, una cortina que riega sin descanso el sur de la capital austríaca. Una ambulancia espera a la entrada del circuito, mal presagio. Para vivir la experiencia al máximo, Opel se ha traído al niño maravilla, el alemán Timo Schulz, 23 años de nervios de acero y actual campeón de la Opel e-Rally Cup. Rápidamente, varios operarios te rodean.

Preguntas como «¿Cuánto mides?» o «¿Está lo suficientemente apretado?» revolotean a tu alrededor mientras te enfundas en un mono oficial de la FIA. La temperatura en Viena es alta, unos 24 grados y el sudor comienza a acumularse, es como vivir en un invernadero (los mosquitos se estaban dando un festín). Pasamontañas y casco ya enfundados, llega el momento de adentrarse en las entrañas de la bestia. Si la comodidad es lo que prima en un utilitario, la seguridad es lo que manda en el mundo del rally. El asiento de copiloto es duro, estrecho y lleno de arneses. Uno va totalmente encorsetado, anclado, de los pies a la cabeza. Y de repente, se prende el motor.

Es cierto que el motor eléctrico no tiene tanta testosterona como el de combustión. Es silencioso al principio y, cuando el coche coge velocidad, un futurista sonido emana de su tubo de escape, como el de una nave espacial. Pero todo prejuicio se evapora cuando la batería se prende (tiene hasta 60 kilómetros de autonomía en modo competición). Una recta a más de 100 kilómetros por hora regala al cuerpo los primeros cosquilleos. Timo conduce como si fuera a comprar el pan un domingo, te habla de cómo sus padres lo introdujeron en el mundo del motor, de las ventajas que tiene el rally eléctrico, pero esos primeros segundos de velocidad intimidan al estómago inexperto. De frente, la primera curva, y es ahí cuando la magia surge.

Es muy difícil de igualar la sensación que produce el ir en un rally a toda velocidad. El cuerpo se pone tenso como una estatua, el accidente parece que va a llegar en cada segundo, pero siempre se sale de la curva con una sonrisa y con una espiración. El Opel es suave, equilibrado, pero le gusta el rock and roll. El motor eléctrico permite que la aceleración sea más rápida que en uno tradicional, y tras los endiablados giros el bólido sale disparado. La traca final del recorrido estaba en un cambio de rasante donde uno se queda suspendido durante unos segundos en el aire, Indescriptible.

La adrenalina va calando en tu cuerpo y lo que al principio era temor, ganas de llamar a tus seres queridos porque pensabas que no lo contabas, se vuelve ambición, tanto que incluso se anima al conductor a que acelere más y más. «Písale sin miedo». Los conductores profesionales siempre han transmitido el tener un aire de kamikaze, de reírse de la propia vida, pero lo cierto es que se les comprende a la perfección cuando uno se pone en su piel, ve lo que ellos ven a diario. Han normalizado una de las experiencias más geniales del mundo, ir simplemente a toda velocidad.

Tras unas diez vueltas, Timo echa el freno, aparca con delicadeza y te pregunta qué tal te ha parecido la experiencia. Bajarse de un rally es como salir de una centrifugadora, desorientado pero con una sonrisa infinita. Schrott mira desde la distancia con satisfacción y un operario te desliza un cigarrillo mientras te da palmadas en la espalda. El bautismo se ha completado, la tribu te ha aceptado. La experiencia se cierra con comida y con un nuevo viaje relámpago hacia el aeropuerto. La adrenalina se esfuma y el cuerpo se desconecta mientras el avión despega.