El Sirio, historia de un torero venido de Alepo: «¿Estás loco? ¿Cómo vas a torear? ¡Ni que hubieses nacido en Sevilla!»
No sabía nada de toros, pero en la tele se topó con una corrida y aquello le fascinó. Cogió el petate, recorrió 5.000 kilómetros y se plantó en España para aprender el arte del toreo hasta hacerse banderillero
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Alejandro 'El Sirio', capote en mano en la arena de la playa
Cogió el petate y recorrió cinco mil kilómetros, la distancia que separa Siria de España. Desde Alepo llegó el joven que conocía los poemas de Adonis pero nada sabía de la sangre derramada de Lorca. Hasta que un día, con catorce años, ... se topó con una corrida en el canal internacional de RTVE, cuando la cadena pública daba toros, claro. Así arrancó la historia taurina de Hazem Al-Masri, conocido en los carteles como Alejandro 'El Sirio'. Y así la recuerda el hoy banderillero: «Yo vivía en Alepo con mi madre y mi abuela. En mi ciudad se puso de moda instalar antenas parabólicas en las casas, me puse a ver canales y vi que daban toros. No sé si quedaría media corrida, yo no entendía nada, pero el planeta entero sabe que en España hay una cultura muy viva, la tradición taurina. Aquello me atrapó, quería sentirlo».
La madre, Daed, no estaba dispuesta a que su único hijo abandonase su vida por una aventura absolutamente desconocida para ellos. Pero nada más cumplir la mayoría de edad, dejó sus estudios de Turismo y cogió los trastos de su otro destino, el del toro. «Mi mamá no quería, me costó muchísimo convencerla. Dio la casualidad de que cuando tenía 17 años, nuestros vecinos, que trabajaban como empresarios en España, fueron de visita. Cuando cumplí los 18, me mandaron un visado y cogí un autobús hasta Damasco, de allí un avión a Milán y de Milán a Valencia». Era el 28 de octubre de 2000.
«Yo no sabía ni lo que era un capote ni una muleta. Pero insistí en ir a la escuela de Valencia y me hice banderillero»
Como un bicho en celo, lo primero que hizo fue buscar la plaza de toros. Primera decepción: tendría que esperar hasta las Fallas para que se abriera el portón de Játiva: «Me encontré con una ciudad muy moderna y me imaginaba corridas a diario –cuenta–. Cogí un taxi hasta la plaza, pero estaba cerrada. Cuando me enteré de que no había festejos hasta marzo no me lo creía. ¡Si estábamos en la cuna del toro! No comprendía cómo podía haber tantos meses de vacío, no me encajaba».
Nada más sonar los clarines falleros, compró su entrada y se plantó en el tendido. Lo que sucedía en la arena le fascinó: veía estampas de viejos samuráis. Al día siguiente, al volver a su trabajo como montador de conductos de aire acondicionado, preguntó cuál era la hoja de ruta para ser torero. «¿Cómo vas a torear? ¡Tú qué vas a ser torero! ¿Estás loco? ¡Ni que hubieses nacido en Sevilla!», le respondieron. Pero de su mente no se iban aquellos lances vistos en el ruedo, que ni sabía que se llamaba ruedo. Porque Al-Masri ni conocía la tauromaquia ni el idioma. En unos meses lo dominó, sin más academias que las de la calle y la música: «Aprendí español escuchando flamenco y, sobre todo, con cintas de Julio Iglesias y Alejandro Sanz, que como canta tan despacio me venía bien. Al traducir una palabra aprendía diez». Del árabe tarab, al disco de 'El alma al aire'. Y de ahí su nombre actual: «En España te llamarás Alejandro, que con Hazem no vas a ligar», le bautizó un compañero gallego del taller donde trabajaba.
«Aprendí el español muy rápido escuchando a Julio Iglesias y Alejandro Sanz, que como canta tan despacio me venía bien»
Hizo de todo: montador de aires acondicionados, suelos de parqué, mármoles; pintor, camarero, asador de carnes... Pero al alepino no se le iba de la cabeza el toreo, como si el veneno taurino hubiera corrido por su barrio sirio, y se hartaba de dar verónicas al viento. «¿Te gustan los toros?», le preguntó uno de sus encargados. «Me encantan, pero me han dicho que tienes que ser muy rico y empezar de niño». Tan ilusionado lo vio, que le habló de la existencia de una escuela taurina. Y Alejandro pidió la tarde libre y tocó la puerta. «Me abrió Joaquín Mompó. 'Buenas tardes, señor. Mire, quiero ser torero'. El hombre se me quedó mirando de arriba abajo y me dijo que allí los niños empezaban con doce años y que a partir de 18 ya no admitían a nadie. Le pedí que hiciera una excepción, que había venido desde Siria... Creo que le di pena y me invitó a pasar al despacho». Una batería de preguntas sin respuesta: «¿Tú qué sabes de toros? ¿Has toreado alguna vaca?», le dijo Joaquín. «Hostia, ¿las vacas también se torean?», replicó el aspirante a torero. Mompó lo miraba con incrédulo gesto: «¿Y un becerro?», insistió. «¿Qué es un becerro?». El chaval se iba cubriendo de gloria...
Banderillas al carretón
Después de advertirle que era «imposible apuntarlo legalmente», Mompó se compadeció y le dejó acceder a la plaza, donde estaban los alumnos entrenando. «Allí me presentó a Copetillo. 'Hola, señor', le dije, pues yo no sabía decir 'maestro'». José Copete le propuso volver una tarde con chándal y deportivas para torear de salón, pero Hazem insistió en quedarse. La perplejidad iba en aumento: los profesores le invitaron a coger un capote y una muleta del estribo. Al Sirio le sonaba todo a chino. No entendía nada. Copetillo, Juan Carlos Vera y Víctor Manuel Blázquez le ilustraron sobre tercios y trastos. «Así empecé y, poco a poco, me fui introduciendo; entrenaba como un becerrista y banderilleaba al carretón. Estuve dos años e hice muy buena amistad con Blázquez». Que le dio su primera oportunidad: «Sirio, tú banderilleas muy bien al carretón. Estás a tiempo de conseguir ser figura de los banderilleros». El Sirio, que así lo bautizaron en la escuela, pensó que banderillear un toro de verdad sería coser y cantar. «Soy atrevido y me gusta el riesgo. Me hice banderillero de novillos y, tras torear 25, de corridas». Se encerró en el campo y el 9 de octubre de 2012 alcanzó su meta: de no saber nada de toros a vestirse de plata en un escenario de primera, Valencia.
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Alejandro seguía trabajando de todo lo que le salía para seguir adelante. Hasta que Román lo llamó a finales de 2015 para ir de tercero. En exclusiva se centró en el oficio –con glorias desmonteradas y percances de costillas rotas– hasta la cornada del Covid, «cuando los profesionales taurinos fuimos maltratados por el Gobierno, que negaba las ayudas». Al Sirio, que hoy recuerda con nostalgia su tierra –«ahora está destruida por las bombas y el terremoto»–, no le quedó más remedio que buscarse las lentejas. Desde 2019 vive en Algemesí y trabaja en una granja porcina. De ocho de la mañana a siete de la tarde, aunque hay jornadas de tres avisos: los cerdos son la máquina perfecta de romper y las parideras le quitan el hambre más que una corrida en Madrid. Un Madrid al que volverá cuando pueda dedicarse de nuevo cien por cien al toreo. Porque en sus duermevelas se asoma en un par al balcón de la Ciudadela y apuntilla seísmos.