Los Beatles del toreo toman la Gran Vía

La imagen de la cuadrilla de promesas parece sacada de aquel mayo del 64 en el que un grupo de maletillas reivindicaba su Oportunidad en la Gran Vía sin más sustento que un mendrugo de pan y una lata de sardinas. Son otros tiempos. Ya no pasan hambre. Ni visten con andrajos. Ni hacen autostop. Tampoco hay Lozanos ni Dominguines. Pero sí han tragado el polvo del camino. Todo por un sueño. Por muchos sueños: unos aspiran al champán y al oro, otros al Rolex que luce en el escaparate del edificio Grassy o al deportivo que acaban de multar en el paso de cebra que une Callao con Santa María de Soledad, la misma que abandonan por unas horas para recorrer el centro de Madrid vestidos de corto. Hay un propósito común: sentir el toreo, sacarlo de las catacumbas, enseñarlo en la calle y llenar las plazas. Nada hay más 'punk'. Estos pequeños hombres son los últimos rebeldes capaces de desafiar a la muerte, escrita en su mirada de juventud. Vale la pena morir por aquello que vale la pena vivir.

En la sastrería de Justo Algaba se enfundan los ternos y preparan el hatillo. Mientras anudan grandes pañuelos de cuadros, los paseantes se paran para contemplar aquella escena. «¿Se está rodando una película?», pregunta una francesa. Un revuelo tremendo se monta en la calle de la Paz cuando los creadores de faenas enfilan hacia la sede de la Comunidad de Madrid, alma de este certamen junto a la Fundación del Toro. Un paseíllo de otra época, de esa en la que Palomo Linares, el torero 'Nuevo en esta plaza', caminaba con el pelo alborotado bajo su gorrilla sin más equipaje que un capote viejo, una muleta más vieja todavía y 21 pesetas dentro del bolsillo de una chaqueta con más parches que la bicicleta. Claro que ahora los chavales visten de marca, usan gomina y salen de casa como un maniquí. Impecables continúan su andar y no hay móvil de turista que no dispare una foto. Da igual que a su lado pase la última estrella de 'La isla de las tentaciones'. «En la tele parece otra cosa», dice el más ligón del grupo. «Que se dejen de islas, a torear», espeta Luis Reina, profesor de la escuela de Badajoz, una de las más productivas.

Atrás han quedado las lunas y las tapias. Es tiempo de escuelas, esas academias taurinas donde se forman toreros y hombres. «Esto es para listos», dice el maestro, que aplaude el regreso del espíritu de aquel certamen del que salieron Palomo o El Platanito entre toda la muchachería. Hasta el propio Camarón, el cantaor al que El Cordobés atizó mil pesetas mientras entonaba unos fandangos, tuvo su ocasión. Pero no pudo ser. Como no será la de tantos de los chiquillos que hoy se entrenan en la universidad del toro. «Muchos son los llamados y pocos los elegidos», retumba en su mente. Pero ahora todos quieren ser alguien. Y esa es su obligación. Miguel Abellán les lanza un mensaje de ilusión: «Si volviera a nacer, volvería a ser torero solo por vivir los principios, los más duros pero los más bonitos».

«Ahora no pasaremos hambre, pero tenemos el hambre del triunfo», dice Alejandro Chicharro, un chaval de 19 años de Miraflores de la Sierra. «Son tiempos distintos al del maestro Palomo, unos pensarán que para bien y otros para mal, pero yo tengo las mismas ganas de ser que los toreros de los 60». Una señora se pregunta mientras lo ve posar bajo el reloj de las uvas que para qué quiere ser José Tomás pudiendo ser Benzema. «He probado el fútbol, el pádel... No hay nada que me llene más que ver arrancarse a un toro de largo, que venga hacia mí y brote esa intriga de que en un instante puede pasar cualquier cosa...»

Diez minutos para cambiar una vida. Diez minutos para asumir frente a un bicho que mata el examen del destino. Lo sabe Sergio Sánchez, con las 18 primaveras que dan acceso al bono cultural. «Hago un grado de agropecuaria, pero estoy en la escuela de Badajoz para ser torero». Talavante es su ídolo: «Solo torear me da vida, necesito sentir ese miedo, el miedo de asentar los talones y la pureza». Cuenta que ha visto «mil veces la película de Palomo y las cosas que le dice Alfredo Landa». Pero sabe que desde los tiempos del Verónicas «han cambiado mucho las cosas, para bien y para mal; ahora llegamos hasta en Mercedes y ya no se hace autostop».

Otro nombre del certamen es Pepe Luis Cirugeda, ganador del Camino hacia Las Ventas. Palabras mayores. «Aquello marcó un antes y un después en mi carrera», dice el novillero, cosecha de septiembre de 2001. «Vengo a ganar otra vez. Desde pequeño he tenido claro que esto es lo que me da la vida. Me apunté al fútbol y luego a la escuela taurina de Algeciras y me desapuntaron por las notas. Era muy malo en el colegio. Pero yo quería ser torero, tenía que intentarlo. Hasta que tomé una decisión: 'Si yo quiero ser torero, me tengo que ir fuera'. Y dejé a mi familia y mis amigos para venir a la escuela de Navas del Rey. Al principio fue muy duro, me iba a la aventura, a 700 kilómetros de mi casa. Vivo solo en el pueblo, he trabajado de fontanero, en el taxi... Todo por ser torero».

Entra al quite Curro Muñoz, de 18 años: «Según está ahora la sociedad, nadie se haría torero para hacerse rico. Hay mil maneras para eso». Primo de los Matute, vive en El Espinar, estudia un grado medio de Emergencia en Segovia y por las tardes se va a entrenar a Valdemorillo. Sus espejos: Morante y Pablo Aguado. «El esfuerzo, el clasicismo y la naturalidad forman parte del concepto que persigo», señala.

Desde la tierra mexicana de Chihuahua llegó en 2021 al Centro de Alto Rendimiento López Ortega, de 17 febreros. ¿De quién será la victoria? «¡Mía!», responde. «Porque siento que puedo y voy a dar todo», continúa. El azteca tuvo un flechazo con los toros desde la primera vez que fue a una corrida y vio una faena de Enrique Ponce en Jalisco. «Yo quiero ser como ese por el que siento tanta admiración», pensó. Y aquí está, separado por un océano de los suyos, para buscar una Oportunidad, «tirando de valor y entregándolo todo». Santiago no contará con el apoyo de su familia en el tendido: «Es caro el viaje, es complicado; me gustaría ayudarlos en un futuro, que no tengan que trabajar tanto». Como Palomo. Pero aún es pronto para dormir en el Hilton o coger el primer vuelo sin mirar si es 'low cost'.

«Soy Luis Rivero, nací el 28 de noviembre de 2000 en Segovia, vivo en San Rafael y pertenezco a la Yiyo desde abril del 17», se presenta con desparpajo. «Vengo dispuesto a todo. Cuando digo todo, es todo, para que cuando me quite el vestido de luces me sienta satisfecho». Y emprende una reflexión: «Sería mucho más fácil dedicarme a otra cosa, pero si no soy torero, ¿qué motivación tendría en la vida, qué sería yo? No sabría ser otra cosa». Aun así, es técnico en Emergencia Sanitaria, «porque la rama sanitaria es la otra de mayor adrenalina, con esa incertidumbre que hay en los toros». Su madre, su tía y su abuela anhelan que ese sea su camino. «No te arrimes tanto», le dicen. Lo contrario a su padre: «Aprieta».

El lenguaje de los alumnos de la Fiesta choca a sus amigos, más pendientes de otras festividades. «Algunos vienen a verme, a otros les es indiferente...» Para los que insultan: puerta. «A la gente que insulta o agrede la quiero lejos», dice Rivero. No es el caso de los transeúntes del centro capitalino. Bajo la silueta del tío Pepe, diez asiáticos corean «oooles» a los chavales. Mientras suben las escaleras del Metro de Sol, en los aledaños se crea un tendido de expectación. «¿Hay toros en la Plaza Mayor?», pregunta un curioso con pinta de quinto despistado. «Son los novilleros de la Oportunidad, que torean en Carabanchel». Las fechas: 24, 25 y 26 de febrero.

Preciados hacia arriba, los más pillos lanzan guiños a las guiris y alguno ya fantasea el brindis a una 'instagramer' de nombre impronunciable. Ya no hay Ava Gardner que se beba Chicote.

«Estoy dispuesto a entregarme en cuerpo y alma al novillo para proclamarme trinfador», expresa Juan Saavedra, con los 21 años recién cumplidos y sangre torera. Estudiante de Publicidad –ese fue el pacto con sus padres: torear, sí, pero sin renunciar a una carrera–, habla de la juventud y la tauromaquia. «Las nuevas generaciones tienen más presente los toros y no lo ven como algo retrógrado o del paleolítico. Cada vez se ven más jóvenes en los tendidos gracias a estos certámenes y circuitos».

Con traje de domingo llega Alberto Donaire desde Valencia antes de enfundarse el de corto. Acaba de alcanzar la edad de votar con un propósito claro: «Quiero ganar y demostrarle al aficionado mi concepto clásico». Conoce la profesión por su padre y su tío –«mis mayores críticos»– y en su primera carta a los Reyes Magos no había más petición que trastos de torear: «Pedía vestidos de luces y cosas de toros». Conoce de memoria 'Nuevo en esta plaza' y tuvo la ocasión de saludar a Palomo en el Zapato de Oro: «Qué ambición tenía en el ruedo», dice quien ha hecho un módulo en Gestión Administrativa.

Estudiante de Derecho, Pepe Burdiel reconoce a sus veinte años que son «muchas las cosas que sacrifico en mi día a día; cosas normales, como no irme de vacaciones a la playa para aumentar la intensidad del entrenamiento». Asegura que vale la pena: «Es tanta mi pasión por ser torero y hacia el animal, que es lo que más me llena». El chico que ve 'Juncal' y sueña con verónicas de Curro asegura que en el certamen habrá «mucha rivalidad». En su propia casa hay otro torero, su hermano Álvaro. Un trago para la familia: «Si no quieres una taza, toma dos. Mi madre sufre mucho, va hasta la plaza pero se queda fuera».

Desde Ayora (Valencia) viaja cada día Samuel Navalón, con el hierro de 2004, hasta Albacete. «Desde que tengo recuerdos ya sentía una atracción muy grande por el toreo y todos mis juguetes eran de toros», cuenta. Afirma que está «dispuesto a no dejarse nada, a ser como soy y entregar mi vida al animal». ¿Y si sonase la música de la gloria? «Le compraría un coche a mi madre, un Mercedes. Luego, la casa y un cortijo para vivir con mis padres». En inglés y francés, los idiomas en los que profundiza, podría firmar los contratos el joven que admira las obras de El Juli y Roca Rey.

«Comencé como un juego, me picaba el gusanillo, hasta que un día te das cuenta de que estás llegando demasiado lejos y sientes la necesidad de torear», cuenta Adrián Centenera, estudiante de Administración y Finanzas de 22 años. Ahonda en la ilusión por ganar y en la dificultad «para dominar los miedos, aunque no suelen jugarme malas pasadas». Para calmarlo lee el 'Belmonte' de Chaves Nogales y el 'Joselito' de Arroyo. Y, claro, cómo no, visiona la cinta de Palomo Linares antes de vestirse. «Él salió de la nada. Todos salimos de la nada».

Puro veneno el toreo para Juan Carlos Molina, de 19 primaveras. Desde que estaba en el vientre de su madre. A los seis años se apuntó a la escuela de Sevilla, a los trece a la de Ronda, luego a la de Badajoz... Hasta regresar hace un año al pueblo del romanticismo y la leyenda de los bandoleros. No estudia, su universidad es la del toro. «Somos cultura y, aunque los políticos nos ataquen, por fin se ha hecho justicia con el bono». Como no podía ser de otro modo, Antonio Ordóñez es su espejo. «Sueño con honrar mi tierra, cuajar un toro, hacerme figura y hacer felices a los míos».

¿Pero quién va a ganar? «Yo». «Yo». «Yo». Doce veces, como doce campanadas, se escucha el 'yo'. El contador del Kilómetro Cero, nombre del certamen, ha echado a andar. Atardece en la capital cuando Ángel de Antonio inmortaliza el 'Abbey Road' de los Beatles del toreo. Y por el paso de cebra de la Gran Vía se marchan entre chicuelinas y naturales los locos soñadores.