Toros, un debate imposible
El escritor reflexiona sobre el por qué de su pasión a la tauromaquia, y llama a los aficionados a mostrar su afición, frente a la cultura woke
¿Dar la puntilla a la puntilla?
François Zumbiehl
Escritor, doctor en antropología cultural (Universidad de Burdeos)
Más que nunca el tema de los toros es un campo de batalla donde se enfrentan ejércitos de estereotipos, con el refuerzo, en la mayoría de los contrincantes, de abundante ignorancia. «Tortura y crueldad» esgrimen los unos – torciendo el significado habitual de estos términos -, « ... arte y tradición» responden los otros. Hasta algunas capas intelectuales de uno y otro bando no se llegan a librar de los tópicos. En la tauromaquia se nota la polilla del franquismo, aseguran algunos, sin preguntarse en qué se basan la arqueología de esta práctica y su renacimiento en el Siglo de las Luces, en la hora del pueblo emergente y protagonista. Sus defensores, para demostrar que es cultura, agitan como estandartes a Lorca, Alberti, Picasso y un sinfín de artistas y escritores que se han nutrido de ella. No les falta razón, pero el argumento es insuficiente (también las guerras han inspirado arte y literatura), si no se dilucida por qué la tauromaquia en sí misma es cultura y arte. Ahí redobla el conflicto: su belleza es difícilmente comunicativa mientras los antitaurinos no la vean, o no quieran verla, y hasta nieguen que los aficionados vean o sientan lo que dicen que es. Imperan el prejuicio, la desconfianza y la mala fe, bloqueando el debate. Éste sólo podría reanudarse sobre la base del respeto mutuo de la sensibilidad de las personas que componen cada campo, y de su libertad en expresarla. El respeto debería extenderse al grupo humano al que pertenecen los individuos. De hecho, La Unesco, en lo que toca las tradiciones inmateriales, define la cultura como la relación existencial entre un patrimonio (fiestas, espectáculos vivos, ritos…) y una comunidad – en este caso la de los aficionados – que se identifica con él, sin dañar, por supuesto, los principios de la declaración universal de los derechos humanos. Esto es un criterio objetivo y observable, como lo son los cinco criterios que condicionan, según la Organización intergubernamental, el reconocimiento de un patrimonio cultural inmaterial, y que se aplican a la fiesta de los toros, así como a los festejos taurinos populares. Desgraciadamente, algunos antitaurinos no quieren saber nada de Unesco o de patrimonio inmaterial, y emplean contra la fiesta taurina y sus adeptos todos los recursos del wokismo y de la cancelación; nueva inquisición de nuestro tiempo, más eficaz que la anterior que emanaba de una sola institución, identificable, mientras ésta, con el mismo afán de censura, viene diseminada en multitud de redes y cenáculos, incluso universitarios.
Este contexto negativo obliga a cada aficionado a convertirse, no en prosélito, pues no se trata de convertir a nadie, sino en testigo declarado. La defensa de su libertad está supeditada a su capacidad por olvidarse de referencias consabidas y adentrarse, como persona, en la médula de su afición. El mejor antídoto para enfrentarse a prejuicios y tópicos es la sinceridad. Que cada uno conteste a esta pregunta sencilla: ¿Por qué me gustan los toros? Y si de algo vale mi respuesta, será la siguiente: me gustan porque hacen tocar emociones y verdades tan puras y fundamentales como las que se experimentan en el mundo de la infancia con los cuentos de hadas: el miedo, el sentimiento de nuestra fragilidad, y la alegría del triunfo cuando el valor, la inteligencia y el arte han podido imponerse a todas las amenazas materializadas por el toro. De mi primera corrida en Bayona, a los doce años, llevado de la mano de mi madre, guardo una impresión deslumbrante, que se enriqueció con muchas matizaciones que dibujan ese claroscuro inherente a cualquier tarde de toros. El primer claroscuro es el contraste entre la violencia de la embestida, de los primeros momentos, y la suavidad del toreo que se impone poco a poco y, con el temple, apacigua la acometida del animal bravo, la hipnotiza como el cante de Orfeo a las fieras. Mientras dura la faena hay, a pesar de la lidia, un perfume de compenetración entre el hombre y el toro, absolutamente excepcional. La violencia y la sangre se olvidan cuando la embestida del astado, conducida por una mano experta, se convierte en un inverosímil deslizar.
El otro contraste es que esta sinfonía o coreografía del torero con el toro no borra nunca del todo el clima de tensión en el cual se desarrolla. A cada instante puede sobrevenir la cogida, el aire puede levantar el engaño, el toro puede despertarse de su hipnotismo o cansarse de embestir. Por eso el arte de torear – por ser frágil y efímero – es genuinamente humano y conmovedor. Y por eso cuando la belleza – siempre imprevisible – surge en el temple, parece un milagro. El torero que dibuja en el aire y en la arena su obra, dibuja cosas «que no son de este mundo», como me dijo un día el maestro Pepe Luis Vázquez.
¿Una consulta «popular» o referéndum sobre los toros? (a propósito de la hipótesis de dicha consulta en México)
François ZumbiehlNo se puede aplicar un referéndum a las expresiones culturales
Cuando presenciamos un instante de toreo grande, la tensión nos hace vivir un doble sentimiento: ansia para que esta belleza no se apague, pero también impaciencia para que llegue felizmente a buen puerto con el remate y para que todos – torero y espectadores –podamos aliviarnos. El remate en el toreo tiene una importancia crucial; es el colofón del momento artístico, la firma del torero, pero también el signo de que la belleza dibujada se acaba para siempre y no volverá a ser. Sin embargo, ese punto de ruptura tiene que ser también de una última y desgarrada belleza.
El remate del conjunto de la actuación es la estocada, la suerte suprema, la muerte del toro. Es el sello de la victoria sobre todos los obstáculos que amenazan la eclosión de la faena, así como la vida del artista. Es el triunfo metafórico sobre la muerte que nos acecha a todos. Pero, al mismo tiempo, la estocada consagra la muerte de la obra irrepetible, realizada durante unos instantes en el ruedo, y acaba con la bravura del toro. El caso es que cuando éste, en el último trance, resiste ante lo ineluctable, le admiramos y nos sentimos identificados con él. Sabemos que llegará nuestro turno y quisiéramos recoger entonces algo de su bravura.
Al fin y al cabo, la fiesta de los toros, bella, triunfal y melancólica, por la aureola de momentos perdidos en el pasado - aunque el temple nos haga casi creer que algunos pases, por su lentitud, se han sobrepuesto al tiempo que todo apaga – es la imagen condensada y viva de nuestro destino de seres mortales. Por eso no paro de aprender de ella.
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