fauna estival
El Sol: el último guiri
Ahora que empieza a declinar el verano y las olas de turistas se repliegan a los fines de semana, me he puesto a pensar que él es el que tarda más en irse, el que nunca se va del todo. Y menos mal, porque sin él sería imposible vivir
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Madrid
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Iniciar sesión«El Catire está fuerte», decimos en Venezuela cuando hace mucho sol. Catire es el modo en que llamamos allá a los rubios. De ahí la comparación con la melena amarilla solar. 'La Catira' (1955) fue también el título de la novela que Camilo José Cela ... escribió por encargo de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, como una manera de relanzar el vínculo entre Venezuela y la 'Madre Patria'. Un apretón de manos entre caudillos, básicamente. Con el dinero que le pagaron, Cela compró su casa en Palma de Mallorca, donde debe de haber disfrutado de increíbles puestas de sol. Esta historia, en todo caso, ya fue muy bien estudiada por Gustavo Guerrero en el libro que le dedicó al asunto.
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Cuento todo esto porque, ahora que empieza a declinar el verano y las olas de turistas se repliegan a los fines de semana, me he puesto a pensar que el Sol es el último guiri. El que tarda más en irse, el que nunca se va del todo. Y menos mal, porque sin él sería imposible vivir, como para España sería imposible vivir sin el turismo, por más que le pese a la gente culta, que aquí siempre suspira por no ser como Italia, Alemania o Francia. Menos Portugal, país al que, por razones que para mí siguen siendo misteriosas, mira como por encima del hombro.
Lo cierto es que yo, sin ser un odiador del turismo ni mucho menos, no puedo dejar de señalar lo despótico que en épocas extremas puede llegar a ser el 'guiri mayor'. Después de freírte a temperaturas de 40ºC, que enloquecen la mente y fruncen cualquier forma de civilidad, cuando al fin accede a bajar el fuego unos cuantos grados, uno lo agradece. Qué alivio, hoy solo hace 33ºC, o 35ºC, decimos. Una táctica estalinista, por donde la vean. Alguien me pudiera señalar lo peregrino de mi comparación, pues nada más antitético de lo que estamos hablando que Rusia y Stalin. Y yo les diría que, al contrario, tiene todo el sentido del mundo, pues Rusia no es otra cosa que la ausencia del Sol.
Los lectores más perezosos se convencerán con esta frasecita ingeniosa y quizá falsa. Porque, entonces, ¿cómo quedaríamos? ¿Queremos o no queremos el Sol? Como uno de esos algoritmos que controlan nuestras vidas, el Sol, por supuesto, está al tanto de la duda. Y por eso en otoño se muestra risueño y juega un poco con nosotros. Nos ofrece, a la par del bello espectáculo de las hojas marchitas y los tonos ocres, días luminosos, hermosos, pero que no calientan. Y con las primeras carrasperas y gripes de estación se consuma la sumisión total: locos, insensatos, empezamos a extrañarlo. Lo sabré yo que cometí la afortunada locura de cambiar París por Málaga. Esto es más grave en otras zonas de España. Aquí, en la Costa que lleva su nombre, el Sol nunca se marcha del todo. Es un guiri, insisto, renuente a que se termine el cachondeo mediterráneo.
En todo caso, es raro esto de vivir en ciudades que son un rescoldo del verano, mientras el resto del mundo se reincorpora a su rutina, que no es muy distinta de la nuestra, pero que, por una especie de consenso no dicho, siempre parece más seria, más real.
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