Pierre Lemaitre: «Los novelistas inventamos las series de televisión»
El escritor francés, premio Goncourt en 2013, publica en España 'El ancho mundo', la cuarta entrega de su gran fresco narrativo del siglo XX
Burdeos
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Iniciar sesiónPierre Lemaitre (París, 1951) fue un niño lector, un adolescente con ínfulas literarias y un adulto frustrado por el fracaso. Y hay algo de todos ellos en el hombre de setenta y un años que ahora se sienta en un lujoso hotel de Burdeos a ... charlar con la prensa. «Nunca fui aprendiz de escritor. Pasé brutalmente de no escritor a escritor, sin pasos intermedios», suelta al rato de empezar la conversación, que discurre entre risas y boutades y destellos que vienen de dentro de los libros. El autor, que publicó su primera novela en 2006 y ganó el Goncourt en 2013, es ya uno de los nombres propios de las letras galas, dentro y fuera de sus fronteras. Acaban de traducir al español 'El ancho mundo' (Salamandra), la cuarta entrega de su gran fresco narrativo del siglo XX, el proyecto que consume sus horas desde hace mucho. Lemaitre viste una americana con coderas (era profesor, claro) y una camisa sin corbata. Va descalzo, y parece que hay en esos calcetines negros una suerte de gamberrismo, pero luego se levanta y se agarra a su bastón, aunque también se ajusta su sombrero de fieltro, como si fuera un personaje sacado de otro tiempo. Y en parte lo es.
—Dicen que está levantando una nueva 'Comedia Humana', como Balzac.
—No tengo la pretensión de rivalizar con Balzac, no podría, y mi ambición es mucho más modesta que la de crear una nueva comedia humana. Mi idea es más bien contar el siglo XX con un poco de ligereza y diletantismo. No tengo ningún mensaje que trasladar, solo intento ilustrar la manera de la que yo percibo el siglo XX, que es mi siglo de referencia: es el siglo en el que nací y crecí y me eduqué. Es mi siglo.
—¿Se siente un intruso en el siglo XXI?
—Sí, sí, yo soy un hombre del siglo pasado. Y creo que el siglo pasado nos ha traído hasta aquí, que explica la crisis en la que nos encontramos actualmente. Pero si tengo suerte aguantaré hasta la mitad de este siglo, y entonces seré un hombre de los dos siglos.
—'El ancho mundo' tiene la estructura de un folletín del siglo XIX, una rareza hoy.
—No es una rareza, de hecho es una de las maneras más contemporáneas de hacer ficción. Porque las series de televisión solo hacen eso. Son folletines: un episodio tras otro y una temporada tras otra. Es el sistema narrativo más moderno que tenemos. Y lo inventamos nosotros, los novelistas inventamos las series de televisión. Así que no es nada anacrónico, es algo contemporáneo. Y precisamente es lo que yo quería: que la novela volviera a esa manera de contar las cosas.
«Yo soy un hombre del siglo pasado»
—El centro de la novela es la guerra de Indochina, el Vietnam francés. ¿Qué le interesaba de este episodio?
—Fue una guerra muy novelesca, una guerra de tramposos, una guerra de guerrillas. Fue una guerra extremadamente moderna a la vez que muy antigua, porque fue una guerra colonial. Y luego es que era un lugar del mundo muy especial. Saigón parecía una isla capitalista rodeada de un mundo que era cien por cien comunista. La selva, los pantanos… Todo eso era comunista. Y Saigón era una ciudad sitiada, que también es una idea muy novelesca. La vida en Saigón seguía como si fuera Mónaco, con todos esos casinos y hoteles de lujo y bares. Y mientras tanto los comunistas tirando granadas. Era una locura. Luego los franceses decidieron abandonar la isla y pasarle el relevo a los americanos, que hicieron la misma guerra, pero por razones distintas.
—En el libro hay un contraste muy interesante entre París y Saigón: en París hay un asesinato en un cine y se conmociona el país entero, mientras que en Saigón la gente camina por la calle esquivando cadáveres. ¿Es inevitable inmunizarse contra el dolor, contra la muerte?
—Es un movimiento de resiliencia. Llega un momento en el que un pueblo actúa como si fuera un organismo, y se adapta para sobrevivir. Y la adaptación, por cierto, es la palabra clave del capitalismo. El neoliberalismo siempre dice lo mismo: hay que adaptarse, el mundo no va a cambiar, tienes que cambiar tú. Se adapta uno a la pandemia igual que la gente en Saigón se adaptaba a la idea de vivir en un lugar asediado. Es una resiliencia natural, casi orgánica, fomentada y entrenada por el capitalismo. Es eso: la vida continúa.
—La Francia de 1948 que describe está azotada por la inflación y el paro y hay manifestaciones pidiendo mejoras de derechos. Es un país que acaba de salir de una guerra y sufre otra lejos de sus fronteras. ¿Hasta qué punto todas las épocas se parecen?
—Toda la literatura plantea un único interrogante: cómo hemos llegado hasta aquí. Y sea cual sea el periodo histórico que uno presente en una novela, aunque sea el Egipto de la Dinastía III, los lectores siempre van a decir: «Mira, como ahora». Da igual si escribes sobre este siglo o si escribes sobre la China de la Dinastía Ming; siempre se van a sentir identificados. Y esto ocurre por una razón muy sencilla: en el fondo, las grandes pasiones humanas no han cambiado nada, han sobrevivido al paso de los siglos. Ahí están el amor, los celos, el dominio masculino, la colonización, el cuerpo del otro, el territorio del otro… Esos son los temas que aparecen de forma inevitable en la literatura del mundo entero.
«La imaginación no existe. Los novelistas somos manipuladores de recuerdos. Poco más»
—En el epílogo de la novela cita a H. G. Wells: «Tomas un rasgo de esta persona, otro de aquella, coges algo prestado de un amigo de toda la vida, o de alguien a quien apenas has visto en el andén (...) Así es como se escribe una novela. No hay otra forma». ¿No la hay?
—Estoy convencido de que todo lo que se nos ha contado sobre la inspiración, la imaginación y todo eso no vale un duro. Para mí la imaginación no existe. Lo que existe es el imaginario. Y el imaginario es nuestra manera de ver el mundo, de percibir la realidad. Decir imaginación es decir que una cosa que no viene de ninguna parte cae de repente, porque sí, en el espíritu fecundo de una persona llamada novelista. Pero yo no me creo eso. Yo creo que un novelista es una persona que hace algo nuevo a partir de lo viejo. Que aprovecha su memoria, y que de ahí saca imágenes, palabras, historias. Estoy convencido que si tuviéramos que desplegar un libro como este [y señala su libro] encontraríamos de dónde procede cada cosa… Somos manipuladores de recuerdos. Poco más.
—En su obra es constante el interés por las zonas oscuras de la historia. Aquí, por ejemplo, tenemos el tráfico de piastras en la guerra de Indochina o los franceses que se enriquecieron gracias a los nazis. ¿Por qué ese gusto por las grietas del relato oficial?
—Porque no se hace buena literatura con gente honesta. Los novelistas necesitamos a los maleantes y a los timadores. Y hay una cosa más: yo intento contar esta época de la historia como una lucha entre los que tienen el poder y los que intentan conseguir algo de poder, algo de libertad, algo de justicia. No es necesariamente un planteamiento marxista, pero sí que hay una convicción de que en esa época, igual que hoy, la distancia entre los que tienen y dirigen y dominan el mundo es cada vez mayor respecto a los que sufren y buscan y esperan. Los timadores, los que engañan, son los que intentan saltar de un lado al otro. Los timadores no son pobres intentando ser pobres.
«No se hace buena literatura con gente honesta. Los escritores necesitamos a los maleantes y a los timadores»
—La familia de la novela no es ejemplar, pero hay algo bello en la forma en que se protegen cuando los atacan desde fuera: es una camaradería atávica, casi tribal.
—Algunos dirán que la familia Pelletier [la familia protagonista de 'El ancho mundo'] es disfuncional. ¿Pero no lo son todas? La familia es el lugar donde residen la neurosis, donde se fabrican y se construyen las neurosis individuales. Y es algo inevitable, porque obligamos a convivir juntas a personas que son de distintas generaciones, y que acaban rivalizando unas con otras. Y sí, la familia Pelletier es una buena familia, porque cuando salta a la luz el secreto familiar se protegen unos a otros. Y eso, en el fondo, es lo único que se puede pedir a una familia.
—Suele decirse que su infancia fue complicada, que lo salvó la literatura. ¿Fue así?
—Eso fue hace muchísimos años, muchísimos, aunque tampoco era la Edad Media [ríe]. En esa época la ficción solo te llegaba a través de la literatura, no había otro vehículo. La literatura no tenía que compartir con nada ni nadie el mundo de la ficción: la radio no daba gran cosa, la tele estaba en pañales, apenas quedaba el cine. Entonces, si eras un chaval de diez años y te gustaba la ficción solo tenías un camino: la literatura. Y si a eso le añadimos que para mis padres la literatura era la cima de la cultura… Todo eso me llevó a que desde muy temprano me condené a ser un escritor tardío [y sonríe].
—Publicó su primera novela en 2006, bien pasados los cincuenta años. ¿Eso le ha marcado?
—Hubo dos épocas. Una primera época de frustración. De alguien que quería ser escritor y no se atrevía. Y cuando se atrevía no tenía éxito. Y luego una segunda época, más feliz, claro, que fue cuando ese alguien se convirtió en escritor. Y se da cuenta de que en el fondo durante todos los años anteriores se había estado preparando para eso… Yo enseñé literatura francesa durante más de veinte años. Y durante esos veinte años aprendí qué era una novela, descubrí sus costuras, acumulé herramientas. Pero nunca fui aprendiz de escritor. Pasé brutalmente de no escritor a escritor. Sin pasos intermedios.
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—¿Y cómo ha cambiado su vida desde entonces?
—He ganado muchísimo más dinero.
—[Risas].
—Y estoy feliz. Estoy feliz porque me dedico a lo que deseo. Yo nací para hacer esto.
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