La resurrección literaria de Ray Loriga: «Las noches ya no existen para mí»
Después de recuperarse de un tumor cerebral que estuvo a punto de costarle la vida, el escritor regresa a la literatura con 'Cualquier verano es un final', su nueva novela, que publicará en enero
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Iniciar sesiónRay Loriga (Madrid, 1967) mira alrededor y dice: «No es la primera vez que me suceden cosas extrañas». Sonríe levemente, dejando espacio al silencio, y luego continúa. «¿Sabes esta historia de los hoteleros que demandaron al hombre del tiempo por un fin de semana como ... este?». No pasan ni dos minutos y ya está hablando de un antepasado que era piloto y llegó hasta Manila a principios del siglo XX.
Así se presenta el escritor, que tiene una parte de bardo y otra de hoguera, de cuento antiguo. Viste una camisa de manga corta –estamos en Mallorca– por la que asoman tatuajes de un tiempo distinto, tal vez paralelo. Le falta un ojo, o le sobra un parche: una herida de un tumor cerebral no tan benigno que lo acercó a la muerte y rasgó su voz. De allí, de muy lejos, volvió sin miedo. También sin noches (quién lo diría). Ahora gasta todas las fuerzas que tiene en la escritura, con un esmero casi monacal, muy lejos del ruido. El hombre es ya una vocación, una resurrección, un pulso. Una victoria. Le ha arrancado a la vida una novela que se publica en enero, 'Cualquier verano es un final', y esto lo dice con el orgullo encendido. Es un libro, explica, sobre el amor y sobre la muerte. ¿De qué más se puede hablar a estas alturas? Y es, además, un brindis ante el abismo.
Ray pide la segunda cerveza y se enciende un cigarro que no es el primero ni será el último del día. Aún resiste. Aún conserva el carisma de los piratas, que en el fondo es su único botín. Y lo que más importa.
—Estas islas son parte de su infancia, ¿no?
—Hacía muchos años que no venía a Mallorca, pero es parte de mi vida. Y desde los once a los dieciocho años estuve todos los veranos en Ibiza. Y también los inviernos, muchas navidades... Esto era el paraíso. Lo peor era el año escolar en Madrid [ríe].
—¿Era mal estudiante?
—Curiosamente, no. Me gustaría decir que tengo una leyenda pendenciera, pero no. Nada conflictivo, buenas notas: era un estudiante modelo. De hecho, me encuentro a gente del colegio por la calle y me dicen: ¡el empollón!
—¿Qué recuerdos tiene de su descubrimiento como escritor?
—Recuerdo desde muy pronto leer como queriendo formar parte de ese mundo. Y entonces ya no tienes más remedio: vas a ser escritor. Cuando lees un libro y no te distraes, sino que te concentras, es que vas a acabar siendo escritor. Es un poco inevitable.
—¿Como una condena?
—Como una vocación. Aunque una vocación también es una condena. No puedes salir de ella… Yo empecé a trabajar a los diecisiete años. Trabajé en una tienda cinco años mientras soñaba con ser escritor. No quería que mi padre me pagase mi sueño. Quería pagármelo yo. Eso es el principio de la dignidad. Y de la autoestima.
—¿Fue autodidacta?
—No considero que se pueda ser escritor de otra manera. Los talleres literarios están muy bien, pero incluso ahí sigues siendo un autodidacta. También eres un autodidacta cuando lees a Proust. Aunque tienes el mejor productor del mundo.
—¿Ya siempre lee para escribir?
—Cuando escribo me suelo rodear de libros que me dan una orientación de lo que estoy buscando. Es como los perros cuando van por un jardín y buscan con qué planta vomitar. Es un poco así [sonríe].
—No tiene redes sociales...
—Tengo este teléfono [y coge un ladrillo con teclas] para que me localice mi mujer y para hablar con mis hijos. Y poco más.
—¿Se vive más libre ahí fuera?
—Sí. Para mí no tener teléfono es como estar fuera de la cárcel [y hace una pausa] social. Cada uno lo experimenta a su manera, pero a mí me funciona.
—El hombre sin 'smartphone' es ya una especie en peligro de extinción, una especie distinta...
—Sí, sí, es otra especie. Una especie en evolución que ya veremos dónde acaba. Pero desde luego yo vivo en otro mundo. Que aparentemente es el mismo, porque el mar está ahí, las casas aquí, pero es otra relación con el mundo. Yo tengo un ordenador, puedo 'googlear' y todo eso, no soy el hombre de la cueva, pero claro, el ordenador lo puedo mirar una vez al día... Yo me dedico a dos cosas que se hacen solo: escribir y leer. Y que requieren silencio. Y esto [y señala el 'smartphone' que graba] es todo lo contrario
—En 'Rendición' describió una ciudad donde todo era de cristal, en la que no existían muros opacos. Era un sitio cómodo como pocos, pero según pasaban las páginas los personajes perdían su humanidad a base de ser observados. La intimidad que hemos perdido, ¿era tan importante? ¿Era esencial?
—No la hemos perdido, la hemos regalado. Hay que saber de dónde vienen las cosas. Hemos renunciado a la privacidad. Yo no juzgo si eso es bueno o malo, pero es un hecho. Antes la gente corría las cortinas y ahora están siempre abiertas. ¿A dónde nos lleva eso? No lo sé. Pero desde luego es otra sociedad.
—Y hemos recibido muy poco a cambio.
—La hemos dado gratis. Incluso pagando [y ríe fuerte]. Es como meterte en el ejército y encima pagar.
«Me dedico a dos cosas que se hacen solo: leer y escribir. Para mí no tener teléfono es como estar fuera de la cárcel»
—En febrero, en 'Cordópolis', dijo esto: «Si mañana, o el 14 de febrero, estalla la guerra por Ucrania, recordaremos el tiempo anterior a la guerra como un tiempo de paz. Un tiempo de paz que no valorábamos en absoluto, y que luego nos parecerá lo más valioso. Un futuro peor siempre arregla un presente espantoso».
—Cuando aventuras malas noticias sueles acertar. Luego te pueden llamar agorero, pero no es culpa tuya. Esta guerra se veía de venir, que dicen en los pueblos. Es una guerra de las antiguas. Con balas, tanques. Lo único nuevo es que hay drones. Qué novedad. Antes había zepelines. Y ahora echamos de menos un tiempo que no apreciábamos. Porque antes de la guerra nos estábamos quejando igual, pero ahora nos quejamos más. No apreciábamos lo que teníamos.
—¿Solo apreciamos las cosas cuando las perdemos?
—Normalmente sí. Es inevitable, pero es así. La verdad es que estamos un poco chiflados.
—La memoria es una constante en su obra. En 'Tokio ya no nos quiere' imaginó una droga que borraba la memoria a voluntad, para no sufrir por una muerte, por ejemplo. A la larga, los hombres que la consumían acababan perdiendo su humanidad. Porque perdían el dolor, como si el dolor conformara parte de lo que somos.
—Tiene mucho que ver con esta obsesión por el bienestar, por quitarnos las maletas del dolor, el 'mindfulness', el 'nosequé'… Es como si todos tuviéramos la obligación de ser seres felices y perfectos. Y no tenemos ninguna obligación, pero nos la venden. Y la compramos. Incluso nos frustra no ser seres felices y perfectos, cuando deberíamos aceptar que las tostadas tienen dos lados. Y está la felicidad y está el dolor. Y vivir es todo eso.
—Hay quien asegura que vivimos en la dictadura de la felicidad.
—Sí… Y además está asociada a una maquinaria de consumo. Todo esto está para ganar dinero, básicamente. El entretenimiento, el 'mindfulness', operarte los labios para que te queden como una barca de plástico, subirte o bajarte el culo… Todo esto es para ganar dinero. Todo esto no está hecho para tu felicidad, está hecho para la felicidad del que te lo vende.
—Chuck Palahniuk dice en 'Plantéate esto' que lo bueno de la literatura es que es el arte más libre, porque es el más barato.
—No exige materias, no tienes ni que comprar pinturas. No tienes mesas de opinadores. Es un arte titánico, pero en el buen sentido: soy yo y mis errores… Escribir es lo más fácil de hacer en una cárcel. Y el mundo es una cárcel [carcajada].
—¿Se pueden decir más cosas en la literatura que en el cine?
—Sí, tiene una cosa la literatura y es que son dos hombres solos hablando. El escritor y el lector. Dos almas que se comunican, dos mentes. Y eso es muy bonito, que no haya nada en medio. Yo creo que la literatura es un campo de libertad todavía no tan acotado. Quizás está protegido como las especies en extinción, porque somos pocos los que leemos y pocos los que escribimos y tampoco mueve mucho dinero. Y eso protege la libertad de este oficio.
«La literatura es un campo de libertad todavía no tan acotado. Quizás está protegido, como las especies en extinción»
—Dice que escribir es mentir. ¿Siempre es así?
—Cuando uno habla de sí mismo es cuando más miente. Se suele ser más sincero en la mirada hacia los demás que en la mirada hacia uno. No hay autobiografía que no esté plagada de 'wishful thinking'. Y aparte: la verdad no es tan interesante.
—¿Huye del foco? ¿Se vive mejor lejos del foco?
—Es una relación extraña con el foco, porque muy lejos del foco no se te ve, muy cerca del foco te quemas. Me pone enfermo tener la luz encima. Hay que encontrar la distancia perfecta, una zonilla de tinieblas, pero es complicado. A veces te quedas a oscuras. Y yo vivo de esto. Es mi pequeña panadería, lo que yo escribo. Y si te alejas del foco demasiado es un problema para tu empresa… Llevo toda la vida intentando encontrar el lugar perfecto.
—¿Y lo ha encontrado?
—La verdad es que cada día me importa menos encontrarlo. Curiosamente, igual que ya no existen más que ricos y pobres, solo existen famosos e ignorados. Es complicado.
—Hay muchas frases suyas que han hecho fortuna y se nos han colado en la cultura popular. Por ejemplo: «La memoria es el perro más tonto, le tiras y te trae cualquier otra cosa». ¿Sigue buscando la frase perfecta? ¿Es una obsesión?
—Al principio fue algo hasta criticado. Y luego admirado también. Y al final se torea como se es, que decía Belmonte. Esa sí es una buena frase [ríe]. Durante un tiempo se me ocurría una buena frase y no la ponía, porque los críticos decían [y pone la voz aguda] «quizás abusa de esas frases sentenciosas…» Seguía aquella vieja máxima de Hemingway: escribe una historia y quítale las mejores frases, a ver si se sujeta. Y me guiaba por eso. Y luego dije: qué cojones, se torea como se es.
—Lo que sí ha intentado es cambiar de registro con el paso del tiempo.
—Siempre sueño con ser el escritor que no soy. Es mi obsesión. Hacer otra cosa totalmente distinta. Y luego no sé si son tan distintas... A veces, por las traducciones, me toca presentar 'Héroes' [su segunda novela, de 1993] en chino, o en arameo, o en croata. Y veo que he intentado huir toda la vida del escritor que soy y realmente no lo consigo. Acabo encontrando mi propia cárcel.
—Tanto 'Héroes' como 'Lo peor de todo', sus primeras novelas, siguen teniendo vigencia, en parte, porque el drama del paro juvenil en España no ha desaparecido.
—Es que es una de las situaciones más flagrantes de este país. Una de las condenas más graves que tenemos como especie española. El paro juvenil es un mal endémico, es muy grave. Quiere decir que la gente no llega a las dignidades ni a las personalidades que tenía que llegar en la época que les tocaban. Y es alucinante que una sociedad como la nuestra siga viviendo con un paro juvenil del treinta, del cuarenta por ciento. Porque esto afecta a la dignidad, a la vida sexual, afecta a cómo uno se proyecta como ser humano en sí mismo. Cuando la gente llega a los treinta años sin una casa propia, sin la posibilidad de poner unas flores en su terraza, por pequeña que sea, sin limpiar su propio fregadero... Se está perdiendo gran parte de su existencia. Y lo siguiente va a ser el asilo. Es una cosa aterradora. Y me preocupa que ningún Gobierno en este país se haya enfrentado a ese toro por los cuernos.
—Tal vez eso tenga que ver, también, con esta crisis de la salud mental que vivimos.
—Es muy difícil que alguien desarrolle una presencia en sí mismo y en el mundo cuando vive en casa de sus padres. Es así. Es que eso te humilla, te mata, tienes todo el día una cara de pedigüeño insoportable. Es muy difícil quererte a ti mismo así. Por mucho que te drogues. Y todo eso pasa por una causa material, que es ser autosuficiente. Que no es tanto pedirle a una sociedad que se llama del bienestar.
«Curiosamente, igual que ya no existen más que ricos y pobres, solo existen famosos e ignorados»
—Por cierto, no tiene redes sociales, pero hace no mucho dirigió el primer 'casting' del metaverso.
—No entendía nada del metaverso, y ahora que estoy en él, menos. Cuanto más me lo explican menos lo entiendo [y sonríe].
—¿Ha cambiado su forma de trabajar desde el punto de vista físico tras la operación?
—Me canso más. Me cuesta. Antes hacía jornadas más largas, ahora trabajo en la mañana y por la tarde estoy muy cansado. Las noches ya no existen para mí. Prácticamente no voy ni a cenar con amigos… La noche me pesa si no estoy en mi casa con mi mujer viendo una película, o leyendo un libro. Bueno, es el tumor y la edad. El tumor acelera un poco el envejecimiento. Fue un golpe duro. Pero por otro lado me he dado cuenta de que organizándome bien puedo conseguir escribir un libro, que voy a publicar en enero.
—¿De qué trata?
—De la amistad y la muerte.
—Los dos grandes temas.
—Para mí sí. Ahora mismo, sí. La amistad como una forma de amor. Y la muerte es la muerte. Lo bueno de la muerte es que no se puede opinar ni decir nada [vuelta a reír].
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—¿No tiene miedo a la muerte?
—No, ninguno. A la muerte de mis seres queridos, sí. Pero a la mía propia, no. Además, he estado muy cerca y no me ha dado ninguna intranquilidad. Mientras no sea culpa mía me da un poco igual.
Ya en el ascensor, Ray pregunta la hora. «Las dos y media». «Ah, tendré que ir a la misa de las ocho, entonces». Y con una risa (otra) se marcha.
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