lejos de ítaca
Hyden en Casa Manteca
Me pregunto si aquellos hombres excepcionales sintieron alguna vez lo que yo siento ahora: la certeza de formar parte de una cadena indestructible mientras exista alguien capaz de recordar
Vía muerta
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Iniciar sesiónAbro los periódicos en busca de noticias contundentes, algo que me indique que el mundo finalmente se acaba como nos advertían nuestros políticos hace apenas un par de semanas, pero nada: la indolencia veraniega se desparrama en titulares sin chicha y después del apretón ... de las últimas elecciones, cada uno se organiza este verano 'interruptus' como puede.
Esta servidora ha regresado al sur que la parió, concretamente a Cádiz, una ciudad a la que había dejado de ir porque la felicidad suele ser así, como los contratos en España: fija discontinua. Sin embargo, al pisar de nuevo La Caleta, descubro que debo de haber aprobado las oposiciones con plaza fija, porque todo está allí más hermoso, si cabe, de lo que lo recordaba, incluida mi felicidad: el atardecer fenicio al otro lado del templo del Melkart, las gaviotas sobre Puerta Tierra, las papas 'aliñás' del Faro, las calles de trazado ortogonal tan vitruviano y tan ilustrado, geométricamente organizadas para evitar los vientos y organizar visualmente una ciudad cosmopolita del siglo XVIII.
Por aquí pasaron todos y no precisamente a comer cañaíllas, sino a trabajar un nuevo mundo: Jovellanos, Gravina, Wellington, el padre Coloma, Fernán Caballero y el sacerdote José Sáenz de Santamaría, Marqués de Valdeíñigo
Y recordé que en ellas se gestó nuestro Siglo de las Luces, nuestra Encyclopédie, nuestra gran oportunidad de salvación. Por aquí pasaron todos y no precisamente a comer cañaíllas, sino a trabajar un nuevo mundo: Jovellanos, Gravina, Wellington, el padre Coloma, Fernán Caballero y uno de los personajes más fascinantes (y desconocidos) que ha dado la Ilustración: el sacerdote José Sáenz de Santamaría, marqués de Valdeíñigo, constructor del Oratorio de la Santa Cueva, un lugar sincrético donde sonó por primera vez 'Las Siete Palabras' de Joseph Hyden, un capricho masónico encargado por el marqués, quien también había pedido a su amigo Francisco de Goya los frescos de las paredes, tarea que éste realizó gustoso porque andaba por aquellos días enamorado como un muchacho, escapándose a ratos hasta Sanlúcar para dibujar a su amante desnuda en un cuaderno que hoy se conserva en algún cajón del Museo del Prado.
Todos estuvieron aquí, y mientras bebo un Jerez frío apoyada en la barra de Casa Manteca como si estuviese en el Café de la Régence de París, me pregunto si aquellos hombres excepcionales, jugando aquí su mejor partida de ajedrez con el mundo, sintieron alguna vez lo que yo siento ahora: la certeza de formar parte de una cadena indestructible mientras exista alguien capaz de recordar.
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