libros de vino y rosas
«El Titanic»
Joseph Conrad. Traducción de Carlos García Simón. Gadir Editorial. 98 páginas. 11 euros.
manuel de la fuente
Diez de abril de 1912, Puerto de Southampton , en el sur de Inglaterra. Una multitud abigarrada y entusiasta ondea centenares de banderas con la Union Jack . El orgullo británico está por las nubes. Y los ojos de las autoridades y del pueblo ... inglés se fijan en esa maquinaria que tienen ante sí, que más parece obra de Dios que de los hombres.
Es el Titanic , la más preciada rosa de la Real Marina Mercante británica: 269 metros de eslora, 28 de manga, 46.328 toneladas y una altura de 18 metros desde la línea de flotación hasta la cubierta de botes, dos máquinas de cuatro cilindros de triple expansión y una turbina Parsons que impulsaban tres hélices de bronce, 29 calderas alimentadas por 159 hornos de carbón, una velocidad máxima de 23 nudos (43 km/h) . Lo dicho, un diseño náutico creado para ser l a auténtica reina de los mares , en competencia con Cibeles, Neptuno y las sirenas , construido a prueba de bombas, de marejadas y marejadillas, de rayos, truenos y centellas, pero no, como tristemente se demostraría cuatro días después, a prueba de los icebergs del sur de las costas de Terranova .
Conrad, un viejo lobo de mar
Esa primavera de 1912 Joseph Conrad sigue siendo un lobo de mar, aunque ya no pase sus días entre velámenes, timones, barloventos, estribores y babores. Ahora, aunque nacido polaco, es uno de los más brillantes escritores en lengua inglesa que hayan dado los siglos. La mar océana ha sido su vida, su pasión, el norte de su existencia, la estrella polar de sus horas, y así ha quedado reflejado en varias de sus novelas, que ponen a prueba lo vulnerable y lo inestable de la moral y el comportamiento humanos. Y la denuncia llegó a través de las páginas de la «English Review» , con el título de «Algunas reflexiones sobre la pérdida del Titanic», traducido aquí directamente como «El Titanic» .
Para Conrad, el barco era «un banal hotel de lujo»
Un marino como él, como Conrad, no podía permanecer ajeno a la tragedia del Titanic . Profundo, exigente moralista, Conrad vuelca su talento literario y maneja la pluma como un martillo pilón para denunciar todo lo que considera denunciable en el drama del lujoso transatlántico: la Prensa, los armadores henchidos de soberbia , las inútiles comisiones de investigación, la sociedad toda que ha vivido la botadura del barco y su travesía con sobredosis de patriotismo y temeridad con denunciados por el autor de «El corazón de las tinieblas» . «Víctimas -escribe- que se quedaron agonizando en el mar, cuyas vidas fueron miserablemente desperdiciadas por nada, o por algo peor que nada: por una errónea búsqueda del éxito, para satisfacer la vulgar demanda de unos pocos adinerados de un banal hotel de lujo ...».
El constructor no era Dios
Aquel prodigio de la náutica se fue a pique . Sus constructores no eran dioses. Quisieron enfrentarse al viento del destino, al huracán gélido de la Naturaleza en forma de hielo, y aquel iceberg les devolvió a la condición humana, a su minúsculo tamaño frente a las colosales dimensiones del planeta. Conrad fue duro, pero las lecciones a menudo deben ser dictadas con la responsabilidad y visceralidad del escritor: «Ahogarse en contra de toda voluntad en un gran tanque inerme y agujereado para el que compramos un pasaje no es más heroico que morir a causa de un cólico por el salmón en mal estado de la lata que le compramos al tendero. Y esa es la verdad. La cruda verdad desprovista de la romántica vestimenta con que la Prensa ha envuelto este desastre del todo innecesario». Conrad, un genio y un intelectual comprometido con su tiempo .
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