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Sant Jordi languidece en cuarentena y vacía las calles de autores y lectores

Sin libros ni rosas, la tradicional Diada deja estampas inéditas en una ciudad desierta y remata un trimestre perdido en las librerías

Vista de la Rambla desierta, una imagen inédita para un 23 de abril Inés Baucells
David Morán

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Antes todo esto eran libros. Y escritores. Y, válgame Dios, lectores. ¡Lectores! A puñados. Todos juntitos, apiñados en unas pocas baldosas y convirtiendo el centro de Barcelona en una insólita y asardinada procesión de gente hermanada en el trasiego de libros y rosas. Dan ganas de subirse a la fuente de Canaletas y berrearlo a los cuatro vientos; de recordar haciendo altavoz con las manos que hace justo un año, a esta misma hora, empezaba una enloquecida maratón que dejaría un millón y medio de libros vendidos en pocas horas y a centenares de autores con los huesos de la muñeca convertidos en una rumbosa hormigonera.

Pero eso, claro, era antes. Cuando todo esto eran libros. Y escritores. Ahora, en cambio, no hay nada de eso. Ni libros ni rosas. Sólo mascarillas, repartidores de Glovo y agentes de los Mossos y la Guardia Urbana apostados en el centro del paseo a la espera de algún infractor despistado. Y, a juzgar por la cara de aburrimiento que gastan, tampoco de eso anda sobrado este Sant Jordi.

Porque son las once de la mañana y la Rambla es un desierto. Ni siquiera las palomas de Plaza Cataluña, nuestra recurrente plaga bíblica, se toman la molestia de incordiar: el Ayuntamiento ha acordonado la plaza y los pajarracos se han esfumado como por arte de ensalmo. Así que si no fuera por esas cámaras de televisión que toman nota de la anomalía para comparar el Sant Jordi que fue con el que no será, todo esto podría ser una escena eliminada de la apocalíptica «Los últimos días».

La inercia de todos los Sant Jordi pasados nos lleva Rambla abajo primero y Rambla arriba después, pero tampoco ahí hay nada. Ni libros ni rosas. No digamos ya tenderetes o grupos de gente a los que esquivar. Sólo el vacío y unas migajas de ese pan de Sant Jordi (queso y sobrasada, para quien guste) que se las apaña como puede para mantener en pie la tradición. Porque las panaderías sí que pueden abrir. No como las librerías, condenadas a ver pasar su día grande desde la barrera mientras, según las previsiones más optimistas, se consuma la tragedia y se esfuma el 30% de la facturación anual tras un mes largo de cuarentena. Y eso contando con que se pueda llegar a celebrar el Sant Jordi bis del 23 de julio y las pérdidas no alcancen el 50%.

La libería Laie, trabajando a puerta cerrada con pedidos por internet Inés Baucells

La libertad, recita más o menos a esa misma hora Joan Margarit desde el jardín de su casa de Sant Just, es una librería. Una librería con la persiana bajada y el corazón en un puño. En La Central de la calle Mallorca, las puertas están cerradas pero dentro se intuye movimiento: unas manos recorren las baldas en busca de algún encargo online. Lo mismo ocurre en Documenta o, un poco más abajo, en Laie: persiana echada, luces encendidas y pedidos digitales que, pese a haberse visto triplicados respecto a un Sant Jordi normal, según el Gremio de Libreros, se quedarán a años luz de los 22 millones de euros de 2019.

Revuelo en la red

De vuelta a casa, escritores y editores se agarran al clavo ardiendo de las redes sociales para intentar salvar la jornada, pero salta a la vista que no es lo mismo: las conexiones se entrecortan, los directos no arrancan a la hora que se suponen que deberían empezar y, la verdad, después de cuarenta días encerrados en casa quizá lo último de lo que queremos oír hablar es de los cuarenta días que llevamos encerrados en casa. «Espero que todo esto pase, porque nos hará un poco más felices a todos», asegura Jordi Nopca, uno de los muchos escritores a los que el coronavirus ha obligado a subirse a toda prisa al carro de Instagram. «Nuevo en Instagram» es, de hecho, el segundo apellido con el que la red social presenta a contactos sugeridos como Marta Sanz, Juan Pablo Villalobos, David Castillo y Olga Merino. «Mi oficio tiene un lado misterioso», sentencia, quién sabe si con segundas, Almudena Grandes durante una charla sobre «La madre de Frankenstein».

Cambio de pantalla y aparece Dolores Redondo celebrando que las tres novelas de la trilogía del Baztán sean de los libros más leídos durante el confinamiento y discutiendo con 300 personas sobre si el agente especial Dupree, de «La cara norte del corazón», debería ser o no afroamericano. Nuevo brinco digital y, alehop, ahí están Javier Cercas deslizando que en un mundo feliz probablemente no existiría la literatura y Santiago Posteguillo escapándose una vez más a la Roma clásica. «El confinamiento saca lo peor de nosotros», constata la psiquiatra Marián Rojas Estapé. Peor aún: permite descubrir que hay escritores que, horror, ordenan sus libros por colores.

Al final, y a falta de lista de los más vendidos, el portal Libelista avanza que los más solicitados en su web son «Boulder», de Eva Baltasar; y «La madre de Frankenstein», de Almudena Grandes. En casa, en cambio, han causado furor el último de Eduardo Mendoza (ha sido, de largo, el que más rápido ha desaparecido de la pila de libros que dejamos en el portal para los vecinos) y también el de Manuel Vilas, lo que hace sospechar que, a pesar de todo, la gente aún tiene el cuerpo para alguna que otra alegría.

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