LA BARBITÚRICA DE LA SEMANA
Cosas de barcos
A veces me pregunto quiénes de los que me rodean huirían de un barco que se hunde, quiénes abandonarían una tripulación
La fascinación por el mar es antigua como una epopeya, allende Homero y Ulises y ese oleaje que sigue moviéndose dentro de quienes lo piensan, y que puede surgir incluso en tierra firme. Dijo Jesús García Calero, en ocasión del galeón San José y de los muchos pecios españoles aún por recuperar, que «un barco de esa época es una ciudad flotante». Tiene razón el periodista y jefe de Cultura de ABC, una de las personas que más ha insistido e investigado acerca de la recuperación del patrimonio subacuático. En esos yacimientos se conserva lo que ningún museo podría enseñar de forma orgánica: un rosario de esmeraldas junto a la cuchara de un grumete, los tesoros del rey junto a los ajuares de los marineros.
El mar une las cosas como acerca a las personas, lo revuelve todo con sus propias leyes, incluso invita a pensar que es posible entender la vida como una aventura o un hundimiento. Es un viaje y lo que hacemos con él, de la misma forma en que los libros son ventanas y las personas también; y con ventanas no me refiero a lo diáfano. El mundo permite, a quien esté dotado de sensibilidad suficiente, recuperar lo que queda sepultado. Para quienes siempre ansían navegar, las cosas de barcos ocurren también fuera de ellos.
Hay maestros de armas como Claggart en cada acera de una ciudad, también monstruos marinos en el fondo de los vasos y grandes masas de hielo desprendidas de un glaciar incluso debajo de nuestra propia almohada. Convendría saber navegar dentro de nosotros mismos, ser cautos y silenciosos como el patrón que describió Arturo Pérez-Reverte en aquella columna ‘Está pasando un marino’, publicada en XL Semanal en 2013. Suele decir Arturo que hay barcos valientes, nobles, elegantes. También tontos o necios. No todos estamos llamados a ser El Glorioso.
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Podemos estamparnos contra cualquier cosa -incluso aceptarlo como un destino- siempre que no seamos capaces de leer el mapa frente a nosotros ni de interpretar el mar que nos rodea, o lo que es peor: asintiendo sin chistar a las cartas náuticas que nos ponga alguien sobre la mesa. A veces me pregunto quiénes de los que me rodean a diario huirían de un barco que se hunde, quiénes abandonarían a su suerte a una tripulación. Si las cosas de barcos ocurriesen también en las aceras de una ciudad, en los escaños de un parlamento o en los escritorios de un letrado, cuántos pecios habría sepultados en los catastros de los ayuntamientos, ¿cuántos? Hundir un barco tiene consecuencias. Hundir una institución, un gobierno, una empresa... ¿conlleva una pena? Supongo que también se puede pasar a la historia como el capitán del Costa Concordia. Pero esa es harina de otro costal.
Cosas de barcos, pues.