EN PERSPECTIVA

De pérdidas y despojos

Yo imaginaba lo que es tener que desprenderse de lo querido: las fotos y las cartas, los libros, la taza del café de las mañanas, la manta preferida

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Una madre con su hijo entre las ruinas de Gaza

Hay pérdidas irreparables, como la muerte de los seres que amamos. Pero hay otras que también nos afectan y nos ponen a prueba: algunas aparentemente pequeñas, pero que nos duelen, y otras inmensas, arrasadoras. Una de esas que pueden parecer poco relevantes la tuvo una ... amiga no hace poco: por un error tecnológico perdió todos sus mensajes de whatsapp, y con ellos montones de recuerdos —fotos y conversaciones con su hija, que vive en otro país—, contactos importantes de gente conocida, fotos que no había guardado, datos útiles, diálogos con amigos y antiguos amores.

Ella me habló de la sensación de pérdida, de su dolida impotencia frente a la tabula rasa a la que de pronto se enfrentaba. Y también del miedo de que todo aquello tan privado quedara flotando en quién sabe que nube y llegara a otras manos.

Y es que duele perder lo íntimo. Hace unos años en Medellín, Colombia, hicieron desalojar de emergencia a todos los residentes del edificio Space, que constaba de varias torres, por graves fallas estructurales. Las autoridades y los expertos decidieron derrumbarlo después de que la torre seis colapsara y matara a doce personas, pero antes dieron a los antiguos residentes de la torre 5 la posibilidad de subir a su antiguo hogar a rescatar lo que pudieran en unos pocos minutos.

La pregunta tan común sobre qué salvaría usted en un incendio, si su biblioteca o su perro, se convirtió para ellos en triste realidad

La pregunta tan común sobre qué salvaría usted en un incendio, si su biblioteca o su perro, se convirtió para ellos en triste realidad. No puedo ni imaginar lo que fueron aquellos minutos. En crónica que escribí por esos días yo imaginaba lo que es tener que desprenderse de lo querido pero insalvable: las fotos y las cartas, los libros —uno de los expulsados hablaba del dolor de haber perdido uno firmado por Nelson Mandela— y todas esas fruslerías que hacen del hogar algo entrañable: la taza del café de las mañanas, la manta preferida, la prenda heredada de la madre muerta, la música atesorada durante años.

El despojo sufrido por estas personas fue el resultado de la irresponsabilidad y la ambición de los constructores. Otros despojos son el resultado de la crueldad de un tirano, o de fuerzas violentas que se apoderan del territorio. En entrevista reciente, el corazón se me encogió mientras leía el relato del escritor Sergio Ramírez, expulsado en cuestión de horas de su país como muchos otros, por ese sátrapa llamado Daniel Ortega.

Allí cuenta cómo dejó su hogar y su patria pensando que volvería pronto, sin imaginar que a sus 80 años tendría que vivir un exilio indefinido, tal vez para siempre. Hace poco, dice, encontró en una maleta las llaves de la casa que él y su mujer abandonaron a toda prisa. «La casa puesta. Así quedó. Es muy complicado cerrarla desde lejos. (…) Todo quedó allá. Los libros, las pinturas, lo cotidiano».

Pienso en los miles de desplazados de mi país, que dejan atrás la tierra trabajada, sus huertas, sus animales. Pienso en Gaza y sus cientos de casas destruidas, convertidas en un montón de escombros. Y en los miles de migrantes que huyen en pateras, o cruzando desiertos y pantanos, buscando un cielo y un techo donde rehacer sus vidas, y dejando atrás sus costumbres, sus afectos y su lengua.

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