El nacimiento accidental de la llama domada
ciencia por serendipia
De la alquimia escatológica al humilde fósforo: una historia de serendipia, orina y un brillo inesperado
Cómo un accidente con una chocolatina cambió la forma en que nos alimentamos
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Iniciar sesiónRetrocedamos en el tiempo, no a las cavernas humeantes, sino a un laboratorio del siglo XVII de Hamburgo (Alemania). Ocupa una dependencia poco ventilada de una casa de entramado de madera, con paredes ennegrecidas por el hollín de incontables experimentos fallidos y salpicadas de manchas ... de origen desconocido. La luz natural se filtra con dificultad a través de pequeñas ventanas de vidrio emplomado, creando un ambiente penumbroso donde las sombras danzan al compás de las llamas vacilantes de una lámpara de aceite.
El aire, denso y pesado, se encuentra impregnado de una peculiar mezcla de olores: el dulzor rancio de la orina en descomposición, el acre aroma de los ácidos, el metálico hedor de los crisoles y alambiques, y un toque terroso procedente de hierbas y minerales almacenados en frascos polvorientos.
Estanterías improvisadas, hechas con toscas tablas de madera, se doblan bajo el peso de una colección ecléctica de objetos: retortas de vidrio de formas grotescas, matraces panzudos, morteros de bronce, libros encuadernados en cuero con títulos crípticos adornados con símbolos astrológicos, y recipientes de cerámica sellados con corcho y cera, cuyo contenido solo Brand conoce.
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En busca de la piedra filosofal
Y es que allí trabaja con ahínco Hennig Brand (1630-1710), un alquimista obsesionado por encontrar algo que ha hecho suspirar a incontables soñadores: la piedra filosofal. No busca sabiduría ni iluminación espiritual, ansía con encontrar la receta para transmutar metales baratos en oro.
Brand, en su fervor por encontrar el dorado secreto, cree firmemente que la orina humana, con su peculiar color amarillento puede ser la clave. Por ese motivo recolecta cantidades industriales de este «líquido dorado» para luego hervirlas, destilarlas y someterlas a toda clase de procesos en un auténtico festival olfativo.
En sus experimentos ha notado algo peculiar: al evaporar toda esa materia prima, queda un residuo blanco y ceroso. Y es aquí donde la serendipia, esa musa traviesa de la ciencia, decide hacer acto de presencia.
El fósforo blanco que iluminó la oscuridad
Un día, ese residuo, que Brand seguramente consideraba un subproducto fallido de su grandiosa búsqueda, se encendió espontáneamente al contacto con el aire, emitiendo una luz fantasmagórica.
Brand había descubierto, sin quererlo ni remotamente buscarlo, el primer elemento que brillaba en la oscuridad y ardía con facilidad: el fósforo blanco. Su nombre, derivado del griego «portador de luz» (phosphoros), le venía como anillo al dedo, aunque su descubrimiento fuera un completo accidente.
Imaginemos por un instante su sorpresa. Después de meses de hervir orina en busca de oro, terminó descubriendo algo que brillaba como si tuviera magia propia. Seguramente pensó que, a su manera, había encontrado algo incluso más asombroso que el oro.
Ahora, lejos de compartir este increíble hallazgo con la comunidad científica, Brand hizo lo que muchos descubridores de la época: intentó sacar provecho económico de su hallazgo. Mantuvo su método en secreto y vendió pequeñas cantidades de esta sustancia luminiscente a precios exorbitantes, principalmente como una curiosidad para los ricos y los nobles.
La noticia de esta misteriosa sustancia que brillaba en la oscuridad comenzó a extenderse, alimentando rumores y especulaciones. Otros alquimistas, atraídos por la curiosidad y quizás un poco celosos del secreto de Brand, comenzaron sus propias investigaciones, aunque probablemente sin la misma materia prima inicial.
Unos años más tarde, alrededor de 1680, otro alquimista, el inglés Robert Boyle -más conocido por sus leyes sobre los gases- redescubrió el fósforo de forma independiente.
Aunque se dice que pudo haber obtenido alguna pista indirecta del trabajo de Brand, su método de obtención también era bastante peculiar, aunque no tan escatológico como el de Brand. Boyle experimentó con diversas sustancias, incluyendo huesos, para obtener el preciado elemento.
El descubrimiento del fósforo, aunque accidental y rodeado de un aura de secretismo y alquimia, marcó un antes y un después. Por primera vez, la humanidad tenía una forma relativamente sencilla de producir fuego. Antes, encender una llama era un proceso laborioso que requería yesca, pedernal y mucha paciencia. El fósforo ofrecía una alternativa mucho más rápida y confiable.
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Sin embargo, el fósforo blanco, en su forma original, no era precisamente el amigo más seguro. Era altamente reactivo, se encendía espontáneamente al aire y además era tóxico. Manipularlo era peligroso, y no eran raros los accidentes.
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