Los ensayos con una pastilla azul contra la angina que los pacientes se negaban a devolver

Ciencia por serendipia

El fármaco símbolo de una revolución sexual nació de un fracaso médico y de la observación atenta de unos efectos secundarios que, en principio, no interesaban a nadie

El error que transformó la cardiología

En la historia de la ciencia, hay descubrimientos que nacen de la obsesión, la paciencia y la lógica, y otros que surgen de la casualidad, el error o la pura serendipia. El caso de la «pastilla azul» es uno de los ejemplos más fascinantes de ... cómo la ciencia puede tropezar con un hallazgo inesperado y, en vez de lamentarse, saber aprovecharlo para cambiar la vida de millones de personas. La pastilla azul, símbolo de una revolución sexual y social, nació de un fracaso médico y de la observación atenta de unos efectos secundarios que, en principio, no interesaban a nadie.

Todo comenzó en los laboratorios de Pfizer, en la década de los ochenta del siglo pasado. Por aquel entonces el objetivo era encontrar un tratamiento eficaz para la angina de pecho y la hipertensión arterial, dos problemas cardiovasculares que afectaban a millones de personas. Peter Dunn y Albert Wood trabajaban con un compuesto llamado sildenafilo, conocido en los informes internos como UK-92,480. La idea era sencilla: si lograban relajar los vasos sanguíneos, podrían mejorar el flujo de sangre al corazón y aliviar los síntomas de la angina de pecho.

El sildenafilo pasó las primeras pruebas de laboratorio y pronto se organizaron ensayos clínicos en humanos. El escenario elegido fue el sur de Gales, una región industrial en declive donde muchos hombres, en busca de ingresos extra, se ofrecían como voluntarios para estudios médicos. Allí, en Merthyr Tydfil, un grupo de hombres jóvenes y de mediana edad comenzó a tomar la pastilla experimental tres veces al día durante diez días. El ambiente era casi de camaradería: algunos lo hacían por necesidad, otros por curiosidad, pero todos sabían que estaban probando un medicamento para el corazón, no para otra cosa.

Del fracaso al éxito puede haber un paso

Los resultados, sin embargo, fueron decepcionantes desde el punto de vista cardiológico. El sildenafilo no mejoraba de forma significativa los síntomas de la angina ni la presión arterial. Los médicos de la empresa farmacéutica estaban a punto de abandonar el proyecto cuando empezaron a recibir comentarios insólitos de los voluntarios.

Algunos, con cierta vergüenza, confesaban que habían notado un efecto secundario inesperado: erecciones más frecuentes y potentes de lo habitual. Otros, directamente, se negaban a devolver las pastillas sobrantes al final del ensayo, alegando que les resultaban «útiles» para su vida personal.

En ese momento, la historia dio un giro. Los científicos, lejos de ignorar estos efectos, decidieron investigarlos a fondo. ¿Por qué un vasodilatador pensado para el corazón provocaba erecciones? La respuesta estaba en la fisiología del pene: la erección depende de la relajación de los vasos sanguíneos del cuerpo cavernoso, un proceso mediado por el óxido nítrico y la enzima fosfodiesterasa tipo 5 (PDE5). El sildenafilo, al inhibir esta enzima, facilitaba la entrada de sangre en el pene y, por tanto, la erección. El mecanismo era elegante y, sobre todo, eficaz.

Pfizer, que había estado a punto de archivar el proyecto como un fracaso, vio de repente una oportunidad única. En vez de seguir buscando un fármaco para el corazón, decidió apostar por el tratamiento de la disfunción eréctil, un problema que afectaba a millones de hombres en silencio y que, hasta entonces, solo podía tratarse con inyecciones, bombas de vacío o remedios poco fiables. El estigma de la «impotencia» era enorme, y la posibilidad de una pastilla oral, eficaz y discreta, resultaba revolucionaria.

Reinventado la historia

Los ensayos clínicos se rediseñaron para evaluar la eficacia del sildenafilo en hombres con disfunción eréctil. En 1993, se organizaron los primeros estudios específicos en hospitales británicos como el Southmead de Bristol y el Morriston de Swansea. Los voluntarios, esta vez, eran hombres de mediana edad, muchos con diabetes o enfermedades cardíacas, que no habían logrado mantener relaciones sexuales satisfactorias en años. El protocolo era, cuanto menos, curioso: se les pedía que vieran vídeos eróticos y se les colocaba un dispositivo en el pene para medir la respuesta fisiológica. Los resultados fueron tan positivos que algunos pacientes se negaban a devolver las pastillas, y otros relataban con entusiasmo cómo su vida de pareja había cambiado de la noche a la mañana.

El éxito fue tan rotundo que Pfizer patentó el sildenafilo en 1996 y, dos años después, la FDA estadounidense aprobó su comercialización bajo el nombre de Viagra. La pastilla azul, con su inconfundible forma de rombo, se convirtió en un fenómeno mundial desde el primer día. En los tres primeros meses, las ventas superaron los 400 millones de dólares, y pronto la cifra anual alcanzó los 1.800 millones. La demanda era tal que, en algunos países, se formaban colas en las farmacias y el mercado negro floreció con imitaciones y falsificaciones.

Pero la historia de la Viagra no es solo la de un éxito comercial. Es también la de un cambio social y cultural profundo. Hasta entonces, la disfunción eréctil era un tema tabú, asociado a la vergüenza, la pérdida de masculinidad y el envejecimiento. La llegada de la pastilla azul permitió hablar abiertamente del problema, buscar ayuda médica y, en muchos casos, recuperar la autoestima y la vida sexual. La palabra «impotencia» fue sustituida por el término clínico «disfunción eréctil», y la conversación pasó de la consulta clandestina a la sobremesa familiar. La Viagra demostró que, a veces, los grandes avances no nacen de la lógica, sino de la capacidad de ver lo extraordinario en lo aparentemente trivial.

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