POR CARRETERAS SECUNDARIAS, 11
La Compañía de Ferrocarril y Minas de Río Alagón
Con los vértigos de las Arribes todavía en la retina y en un sutil temblor de piernas, nos vamos a rumiar otros paisajes

Con los vértigos de las Arribes todavía en la retina y en un sutil temblor de piernas, nos vamos a rumiar otros paisajes. Como si el territorio formara carácter, una forma de enfrentarse a las variaciones del clima, una identidad colectiva que los lectores de pueblos y los filósofos subliman. Anoto los nombres de las carreteras con una mezcla de furor entomológico y por si a algún arriero con motor de explosión entre las manos (¿o ya no son de explosión estas máquinas automóviles, sino electrónicas, como casi toda nuestra vida ahora?) nos quiere seguir los pasos, comprobar que todavía se puede llegar a donde no sabes que quieres ir evitando a toda costa las grandes vías, las que por ir más rápido te llevan antes al brocal de la muerte, que es el tiempo que nos queda para desmentir la sospecha de que tal vez la existencia –tantos afanes- no tiene sentido.
La CV-51 sabe de La Zarza de Pumareda y de Barruecopardo . Te alejas tierra adentro del tajo que ha labrado con su perseverancia el Duero (con la ayuda de los corrimientos de tierra, las grietas paleozoicas que dibujaron esas orografías que nosotros –como escribió Cormac McCarthy - hemos bautizado para no perdernos) y te parece inverosímil que tras esa alfombra de rocas, pastos, sembradíos, dehesas, vacas que buscan la sombra reparadora de una encina, olivos centenarios… corra la serpiente líquida del río. En esos accidentes del terreno la naturaleza se pone estupenda y nos abre los ojos como cuando éramos niños y aprendíamos geografía y nos afanábamos en colorear los mapas sin que el rojo se nos saliera de las lindes de Tanzania y el verde de las de Camboya . Con esa afán ilustrado que nos inculcaron Emilio Salgari , Julio Verne y la vida y milagros de Thomas Alva Edison en versión del cine los sábados, hoy emprendemos la búsqueda de una compañía ferroviaria que –como el pintor Josep Torres Campalans , fruto de la imaginación de Max Aub - mezcla sueños y deseos de Andrés Gilibert , un enamorado de las vías y de los trenes que al no hacer de la velocidad un fin convertían el viaje –es decir, la vida- en la razón de ser.
Mientras Ruper Ordorika nos acompaña en nuestro descenso hacia el sur, y tras un café reparador en Barrancopardo, dejemos que sea el padre de la criatura quien se explique: “Como buen accionista que eres de la Compañía de Ferrocarril y Minas de Río Alagón sabrás que este universo ficticio creado por mi calenturienta mente ferroviaria es un compendio de tren, territorio y experiencias. Territorios reales: lugares, paisajes y vías férreas existentes, pero reubicados caprichosamente en mi cartografía íntima para crear el juguete con el que soy feliz. FCMRA se inspira en dos comarcas salmantinas: 1.- Las Arribes del Duero , zona fronteriza con Portugal, que abarca más o menos (en dirección norte-sur) desde Miranda do Douro (que linda con Zamora) hasta La Fregeneda (Salamanca), donde, carretera abajo, se llega al puente internacional del ferrocarril de La Fuente de San Esteban-Boadilla a Barca d’Alva. Este ferrocarril es el claro inspirador de mi compañía. En su tramo final, desde la estación de Fregeneda (oculta a la vista del viajero no avisado) la vía desciende vertiginosamente entre túneles y viaductos buscando el río Águeda, que tiene arribes propias (¡jo, qué lío!), hasta el puente internacional justo en la desembocadura del Águeda en el Duero. La zona está en la provincia de Salamanca y su interés está en los paisajes, que pasan de la dehesa salmantina a rocosos cortados excavados por el Duero. Por estas soledades y sus aledaños he sido muy feliz. Guardo muy buenos recuerdos de toda esta comarca maravillosa. Pero eso son ya sentimientos, ajenos a la lógica del viajero. 2. Sierra de Béjar . Es la zona aledaña a Béjar, en el sur de Salamanca, muy cerca ya de la provincia de Cáceres. Por aquí pasaba el ferrocarril de Palazuelo a Astorga (una línea cerrada más), parte de la línea Gijón-Sevilla, conocida también como Vía de la Plata. También este ferrocarril es inspirador del FCMRA. Por aquí he visto pasar bellos trenes y me he recorrido las vías de arriba abajo en numerosas ocasiones”.
Instrucciones para no perdernos
Volvemos a leer las minuciosas instrucciones de nuestro amigo para no perdernos del todo y al mismo tiempo disfrutar perdiéndonos mientras pasamos demasiado de prisa ante ejemplos de un arte popular que casi siempre pasa inadvertido: muros construidos con piedras plana, sin argamasa, en las que el campesino metido a albañil y a escultor sin pretensiones ha confiado en la fuerza de la gravedad y en la función del muro, que cuando está bien trazado y no se eleva más allá de la cintura propicia buenos vecinos. Cercas y muros que son una forma de urbanizar el campo sin desvirtuar su esencia, que tiene en consideración la mudable naturaleza humana y sus flaquezas, rasgos que los ingenieros de almas soviéticos pretendieron ignorar con patrones quinquenales. Los mismos que, con tanto escepticismo como lucidez, tan bien administraron en sus obras tipos como Georges Simenon o Josep Pla .
Camino de Saucelle, en medio del cordel de la SA-330, sin sospechar todavía dónde vamos a dormir, descubrimos un conciliábulo de vacas que se cuidan de la canícula a la sombra de un gigantesco poste de alta tensión. Triscan los rastrojos del trigo segado y crepitan los cables como si la electricidad tuviera conciencia. Aunque en ellas solemos proyectar algunas de nuestras más recurrentes fantasías infantiles, las vacas nos ignoran olímpicamente.
Todo el tiempo andamos por sitios en los que hay poca gente. Habíamos pensado que las nuevas carestías, agravadas por las condiciones inapelables del directorio europeo, harían que las carreteras secundarias estuvieran este año más concurridas que el año pasado. Pero no es así. La soledad es una grata compañera de viaje. Almendros, encinas, zarzamoras…, un nuevo retén de vacas, albinas, mimetizadas con los pastos agosteños. Buscamos el Águeda, justo donde según el ferroviario aficionado mezcla sus aguas con el Duero, pero no lo hacemos bien. No nos ayuda una veleta con forma de toro. El viento se ha desplomado. Si hasta el Mirador del Fraile , sobre la presa de Aldeadávila, llegaban sonidos desconcertantes, voces apagadas, como de alguien hablando a través de un antiguo megáfono en un campo de concentración, además de martillos golpeando sobre tuberías, como un morse que hablara de una revolución industrial echada a perder, de la de Saucelle solo llega un silencio como de muerte. Una señal advierte de que se trata de una carretera muy peligrosa, pero no lo es tanto. El río está aquí más manso, menos encajonado que en las Arribes, sobre todo en la vertiente portuguesa del cauce, donde campesinos industriosos se han aprovechado de la suavidad de las laderas y la orientación a Mediodía para que no sea tan arduo hacer que la tierra cumpla con su parte del pacto.
La carretera, puro zigzag
El mapa dice que la carretera –con pioneros postes de cemento hincados en el arcén, que solían estar pintados como los reclamos de las antiguas peluquerías y barreras aduaneras, de rojo y blanco, antepasados de los modernos quitamiedos- es un puro zigzag. Una vez más te obliga a recordar lo que a menudo olvidas: que todo plano es una aproximación, una estilización de la realidad. Que si el mapa fuera tan exacto como el mundo tendría su tamaño y sería por lo tanto inútil. Un hijo de Jorge Luis Borges . ¿Cómo el Poblado del Salto de Saucelle? Construido originariamente para los operarios que durante una década estuvieron dedicados a construir la presa, era una suerte de Pueblo Potemkin, pero del franquismo: además de los chalets para los ingenieros y las casas para los obreros contaba con estafeta de correos, economato, casa cuartel, centralita telefónica, cine con 250 butacas, médico, escuela, moderna iglesia dedicada a San Pedro Apóstol, campo de fútbol y veredas. Lo vemos a vista de pájaro desde el mirador del salto. Para quien quiera tener la certeza absoluta de su lugar en el mundo ha de saber que está situado en los 41º 02’ 54,1” N y 06º 47’ 84,7” W.
Encerrada en un seto alto como una plaza de toros vegetal, el rectángulo de la piscina es de un azul tan turquesa y tan tentador a las dos de la tarde del día en que se funcieron muchos termómetros de España que acabamos entrando al quite. De cerca se acentúa la sensación de ingresar en una escenografía que haría las delicias del Lars von Trier de Dogville, o de un decorado para una nueva versión de El show de Truman . Porque el pueblo modelo, una utopía para Tomás Moro y sus epígonos, se ha convertido en Aldeaduero. Se anuncia como “pueblo de turismo rural” donde se celebran desde bodas que se prolongan durante cuatro días hasta inmersiones en la lengua del autor de novelas como El resplandor, de Stephen King . Los bungalows son confortables, la piscina (éramos los únicos bañistas: el socorrista estaba a la sombra, tal vez echando la siesta) es una delicia entre altos peñascos, la comida buena, el servicio antento y el precio razonable. Un pequeño paraíso, y tal vez por eso tan inquietante.
Las presas
Nos gustan las presas, aunque domestiquen el río. Sobre la superficie del agua embalsamada pasa un cormorán. Cantan las chicharras, y de vez en cuando la brisa, que peina el agua, y enseguida vuelve a ausentarse. No se ve un alma. Decíamos ayer… que toda frontera es artificio. Lo prueba con creces este paso entre Portugal y España sobre la presa de Saucelle. Ni vigilanes ni garitas. Hasta tres veces lo cruzaremos en dos días (dos en dirección a Portugal, una hacia España) y nunca vimos a nadie ni, y muy de tarde en tarde con un coche tan fantasmal como acaba siendo el nuestro. Por espacio de unas horas hacemos internacional nuestro periplo Por carreteras secundarias: para salirnos de nosotros mismos, asomarnos a España, ese fatigoso enigma histórico, ese animal político invertebrado, desde el balcón portugués, justo cuando Manuel Martín Ferrand recuerda el consejo que Carlos V dio a su hijo y que Felipe II, para nuestro pesar, no atendió: “Si quieres conservar tus reinos, deja la capital en Toledo; si quieres aumentarlos, llévala a Lisboa, y si lo que pretendes es perderlos, trasládala a Madrid”. Ojalá le hubiera hecho caso.
El tramo entre la presa de Saucelle y Barca d’Alva es, literalmente, una inmersión en otro país, aunque apenas tengamos ocasión de intercambiar unas palabras con nadie. Porque no vemos a casi nadie a pesar de la armonía de los campos, de la orfebrería de los viñedos, alineados o en bancales bien arados por pequeños tractores y a mano, olivos regados mediante el sistema de goteo, naranjos á beira do rio, almendros, campos de judías también trazadas con tiralineas… Son un prodigio de amor al campo. Es como si estos invisibles campesinos portugueses estuvieran haciendo muestras en el cuaderno de la tierra para un maestro que fuera tan alto como Dios. Nos salen al paso quintas como a do Grifo, con cipreses dando la bienvenida al curioso y al mismo tiempo a nadie, porque por la E.N. 221 (es decir, la estrada nacional número 221, como se lee en los pequeños mojones de cemento, primorosamente pintados de blanco y gris, como antiguamente teníamos en España) pasan tres coches en una hora. Será una raya, será frontera. Pero podría no serlo. En gran medida, ya no lo es. Y sin embargo qué países tan diferentes siguen siendo todavía España y Portugal
Cultivar la tierra es un acto de fe, y aquí, con cepas y olivos que no dañan a la tierra, en laderas domadas que bajan hasta el río, el mundo parece ameno y hospitalario. Por eso, cuando el sintonizador del coche se encuentra al azar con Radio 2 nos quedamos un rato con ella, no en vano es la única emisora española que lleva décadas aguantando y sobreviviendo a la ceguera y la codicia connatural a los políticos. Por un instante celebramos todo lo que cualquiera puede desear para vivir: vino, aceite, almendras, y Juan Sebastian Bach . Hasta los rótulos que anuncian poblaciones y distancias son de otra época, de cuando nadie parecía tener tanta prisa: de cemento, con letras negras sobre fondo blanco, duraderos, que armonizan mejor con el entorno que las señales de metal, tan hirientes como las carrocerías y los quitamiedos. Los puentes son otro ejemplo de delicadeza. Cruzamos dos con la misma hechura, de cemento, pintados de blanco inmaculado y con los pretiles de amarillo cadmio oscuro. Como no pasa nadie, cuando nos detenemos ante una finca en la que los olivos, centenarios, tan retorcidos y viejos como hermosos y cuajados de aceitunas, se oyen voces que se trasladan de vaguada en vaguada por el campo, ecos de ayer junto a pájaros y sirenas de barcos lujosos que suben hasta Barca d’Alva desde Oporto y vuelven a su origen, río abajo.
Salvando la distancia, que es mucha, y la mitología, que no es menor, cuando por fin descubrimos al Águeda disolviéndose en el Duero (que aquí es Douro: de oro), bajo un puente de hierro para el ferrocarril que sin duda es el que enamoró a Andrés Gilibert y a otros viajeros lentos como él, me recuerda a la confluencia del Pecos con el río Grande. La filigrana del puente, greca industrial, se refleja en el agua quieta y cose de otra manera las dos orillas, la española y la lusa, como si tejiera una enagura fría. Barca d’Alva no acaba de despertarse. Es como si llevara tiempo languideciendo. Hay perros persiguiéndose, casas en venta, negocios cerrados. Bajamos al muelle para echarle un vistazo al Infante D. Henriques, abarloado, con los motores al ralentí. A pesar del nombre, tiene matrícula de Estrasburgo y bandera francesa. El pasaje es en su mayor parte inglés y francés. Perezoso, parece a punto de volver a meterse en el haz del río, pero reina la calma. Como en el pueblo. Junto al muelle, un mural de azulejos blancos y azules cuentan una historia triste. Mientras el de la izquierda muestra uno de los flamantes trenes a vapor, el de la derecha, bajo el título La línea del Duero, es un texto datado el 9 de diciembre de 207 que firma Miguel Cadilhe . Sus dos primeros párrafos rezan, mal traducidos del portugués, así:
«Quien ahora ve aquel ferrocarril se muere de rabia»
“Siempre en la línea del agua, fantástico, el convoy rasgaba márgenes, enfilaba la escarpadura, atravesaba el río, se despedía en Barca d’Alva, entraba en tierras de España, llegaba a Salamanca. Un poco más al norte, la Historia se agarraba al Duero castellano, Zamora nos recordaba a Viriato y a Afonso Henriques, Alcañices a D. Dinis, Tordesillas a D. João, Toro a Afonso V”.
“Quien ahora ve aquel ferrocarril se muere de rabia. Podía haberse convertido en el quinto patrimonio de la humanidad (tiene cuatro en todo su recorrido). ¿Cómo fue posible construirlo en los años de 1880? ¿Cómo fue posible destruirlo cien años después? ¿Cómo fue posible que el municipalismo sucumbiera al centralismo?”.
Preguntas
Las preguntas caen como martillazos sobre un yunque de cuero, sordo y mudo. La decadencia de Barca d’Alva es la metáfora de algo mucho más profundo. En el Cantinho da Cepa Torta pedimos un café. Ni en este ni en ningún otro local de la villa hay pasteles de nata, y por supuesto ningún puesto de venta de periódicos. El café es malo (algo especialmente dramático tratándose de Portugal), y los dos relojes del café que es también restaurante están parados: uno a las cuatro menos diez, otro a las cuatro y diez. Al menos dos veces al día dan la hora exacta. ¿Cuál es la hora de Portugal? Una menos que en España. No es grave. Al salir escuchamos los gritos desolados de una mujer. Están despidiendo un duelo bajo el antiguo arco del ferrocarril que pasaba por el pueblo. Ya me había llamado la atención al llegar que en la terraza de un restorán con las jambas sucias había sentadas seis personas, todas con el semblante triste. Eran jóvenes que habían perdido el brillo. Solo uno, un hombre, el que fumaba, tenía un café delante. Ahora los veo formar parte del cortejo fúnebre, a pie, tras el coche con la caja del difunto.
Seguimos la señal y vamos a la antigua estación de Barca d’Alva. Ahí se nos cae el alma a los pies. No quedan puertas ni ventanas. Las bellas paredes de cal y azulejos han sido pasto de pintadas obscenas. El escarnio se añade a la vergüenza con todo lo perdido. Hace tanto tiempo del desdén que en las vías ha crecido no solo maleza, sino árboles enteros. El restaurante, la aduana, el cuarto del telegrafista y del jefe de estación han sido saqueados sin contemplaciones. Agonizan las viejas estaciones, las líneas deficitarias, los pueblos alejados de las grandes rutas, las autovías, los trenes de alta velocidad. Cuando los trenes eran lentos, el tiempo parecía tener un sentido que ahora se nos escapa, y más ante el espectáculo de la desolación. La antigua Línea del Duero es la constatación de un fracaso que no ha hecho más que cebar nuestra melancolía.
Volvemos a España por un segundo puente que el primero, el del ferrocarril, ocultaba. Es la CL-517, que conduce a La Fregeneda y Salamanca. En el muelle de Vega Terrón todo está cerrado. La cafetería, las instalaciones... En palabras de nuestro revisor, de nuestro jefe de estación particular, “donde no paran barcos: otra muestra más de abandono”. Un repartidor espera que alguien comparezca.
–Está esto muy muerto.
–Es que aquí no hay nada.
Seguimos los consejos de Andrés Gilibert y paramos en La Fregeneda para echarle un vistazo al menos a la antigua estación de ferrocarril (“oculta a la vista del viajero no avisado”). A pesar de que preguntamos a los nativos, perplejos ante nuestra insólita demanda, y de que nos ofrecen amables indicaciones, acabamos por extraviarnos por dos caminos de mala muerte. Embargados por la nostalgia de los trenes que también quisimos, seguimos camino hacia otra parte. Tal vez ninguna. Por carreteras secundarias.
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