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Del Prado al Retiro: el retrato más íntimo y personal de un recorrido luminoso
El periodista Jesús Nieto Jurado nos lleva de la mano, en un viaje impresionista y nostálgico, por el eje Prado-Retiro, el último (por ahora) Patrimonio Mundial adjudicado a España
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Iniciar sesiónEl viajero, ya con el Paisaje de la Luz en el magín de tantos viajes por cuestiones funcionariales, se acuerda de aquella primera vez en Madrid, con su padre de la mano. El viajero recuerda vagamente cargar con los bultos, y que no vio ... a Tony Leblanc con el tocomocho por el entorno. Sí rememora, entre brumas, un paseo verde y largo que le cambiaría la visión de todo, de 'ese todo' que es Madrid. Ese paseo y lo que lo circunda sería muchos años después el Paisaje de la Luz que por documento oficial pertenece a toda la Humanidad, aunque de todo hará más de veinte años.
Por aquel entonces, ese viajero que era yo algo sabía de Mitología y le preguntaba al padre por las estatuas del Paseo del Prado, tiernas y casi en romántica penumbra, y también le inquiría por qué los taxis ya no eran negros como en las películas que había visto. Sería cuando, en el primer golpazo de la ciudad, le sobrecogió la grandiosidad del Hotel Mediodía en una fascinación de hoteles, a él, al viajero que era yo, que acompañaba dos días a su padre a arreglar unos papeles y que se libró de un colegio de infausto recuerdo. Y esa primera estampa de Madrid se me quedaría grabada y magnificada; más cuando pasé por el Palace y el Ritz, pero ésa es otra historia.
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Viejos dioses
Nuestra historia/viaje/paseata es la del presente, es la del Paisaje de la Luz vertebrado por Neptuno, por Cibeles y por esa Puerta de Alcalá que también recordaba, no sé por qué, en blanco y negro. Al viajero que ya no soy yo le fascina llegar a Atocha en un soplo, bordear el bello edificio del Ministerio de Agricultura, coronado por 'La Gloria y los pegasos', con su magnificencia, tan urbana que pasa desapercibida, y dejarse llevar por esa dualidad de Madrid que se da en el Paseo del Prado: la acera del Botánico, del Museo, y la otra, donde desemboca el Madrid popular de Jesús de Medinaceli. Fuera de ahí, lo que ya contó Pío Baroja y que conocemos los 'medio gatos' como «los atochales».
El Paisaje de la Luz hay que caminarlo ahora, en otoño, en un día de sol y sentir el 'stendhalazo' en pleno centro. En la acera de la derecha según se sube hay que ver el verde que sale del Botánico, olerlo, y tampoco perderle la cara a la realidad urbana, a los coches, que pasan en multitud y asordinados por la belleza del entorno. Y, ¿por qué no?, un recorrido en el Botánico, curioso, para el que no hace falta ser Boissier. Y luego, un alto detrás, en alguno de los pocos bares traseros al Prado donde siempre hay el rodaje de una boda en Los Jerónimos. O cambiarse a la otra orilla del río, a El Brillante, pelín más abajo, junto al Reina Sofía y ver que en Madrid, si el Paisaje que transitamos es Patrimonio de la Humanidad, la caña y el bocadillo de calamares son, quizá, Reserva de la Biosfera. Y la barra de zinc, que no es Arte para según qué mentes mojigatas.
El Prado
Y qué decir de el Museo del Prado, quintaesencia de Occidente en lo pictórico, que incluso desde fuera ya nos habla de su contenido, aunque Juan de Villanueva y Carlos III, el de España, no el de UK, lo pensaran inicialmente como un Gabinete de Historia natural. Sin embargo, Velázquez o el Goya de Mariano Benlliure en bronce recuerdan que pasamos por la que quizá sea la primera pinacoteca del mundo. Y del Prado poco más se puede decir. Quizá que si el otoño va saliendo cálido, la temperatura constante para la eternidad de los lienzos refresca al hombre. Está el Reina Sofía, el Thyssen, pero, a quien esto firma, aún se le ponen de punta los pelos del corazón cuando ve al Cristo de Velázquez o 'El jardín de las delicias' de El Bosco, en el que se resume que esa Humanidad que nos ha hecho Patrimonio siempre ha andado buscando un estado alterado de la conciencia.
Hay más en el Paisaje de la Luz que lo hacen, claro, Patrimonio de la Humanidad. La gente, que va y viene de los ministerios al bar. O los escolares siguiendo una bandera que los guía. O la Cuesta de Moyano donde anda aún el ya mentado Baroja dándole la espalda a su Retiro, los macarras pintando las librerías de viejo, y un viejo librero (sic) pegando la hebra sobre algo de heráldica o recitando de memoria al Cid o a Lorca si es que la contradicción es admisible.
Marina en seco
Más arriba, el fuego eterno del monumento al soldado desconocido, conocido mayormente por el Monumento a los Héroes del Dos de Mayo, tiene su aquel. Su toque patriótico que entona el cuerpo y dispone para el siguiente hito. Anda la Bolsa, pero si se es viajero no se puede ser cotizante. O sí. Y es que la Bolsa y el Ritz tienen sus secretos, como teléfonos de llamadas gratuitas y fiestas cuando cierran los mercados.
El Museo Naval también sobrecoge, sobre todo si se coincide con Dalmau extasiado ante una marina o un plano militar. Precisamente un soldadito español de la Marina custodia la puerta, y es que Madrid es puerto en seco.
Luego, ya, Santa María de las Telecomunicaciones o el Ayuntamiento, antiguo epicentro de Correos, que mira a la Cibeles donde muchos han celebrado Copas y otros se han estrellado por copas. En la Fuente. Más allá, un trozo hasta la Puerta de Alcalá y Madrid se vuelve aún más elegante.
Madrid es una ciudad imposible desde que fue corte fija. Su infierno de verano y su lejanía del mar. Pero el Retiro está ahí. Recordando que tuvimos una infancia, una adolescencia, una niña a la que ronear en el Estanque y besar, después, en el banquito que mira al Palacio de Cristal.
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