Ratzinger, un pensador original, un defensor de la tolerancia

Ratzinger y Habermas eran de la misma edad, eran unos niños cuando Hitler llegó al poder y compartieron las mismas referencias intelectuales en su educación. Uno eligió el camino de la fe y el otro, el de la razón laica. Pero sus trayectorias se cruzaron en la ciudad alemana aquella tarde en la que ambos se sentaron para hablar de los fundamentos del Estado democrático. En el fondo, de lo que estaban discutiendo es de la relación entre la religión y la filosofía y de si es posible hallar un punto de encuentro entre el pensamiento racional y la fe.

En principio, las posiciones de los dos partían desde extremos opuestos. Habermas era un pensador que venía de la Escuela de Fráncfort, muy influido por Horkheimer, Adorno y Marcuse. Sostenía que cualquier organización social o política tiene que basarse en el consenso, lo que suponía la aceptación expresa de las reglas de un Estado democrático con separación de poderes.

Por el contrario, Ratzinger partía de sus convicciones religiosas por las que las instituciones del Estado tenían que fundamentarse en una ética de raíz cristiana. Nunca defendió que la idea de Dios pudiera imponerse por la fuerza, pero sí estaba convencido de que los valores del cristianismo eran inherentes a una democracia con separación de poderes que velara por el bien común.

En aquel debate, Habermas sostuvo que la base del Estado tenía que ser racional y no religiosa. Y que el ejercicio del poder político no se sustenta sobre la metafísica, sino en el consenso y en la libre expresión de opiniones. Pero defendió la necesidad de un diálogo entre creyentes y ateos e instó a los católicos alemanes a participar en la vida política defendiendo sus puntos de vista en un plano de igualdad.

Ratzinger estuvo básicamente de acuerdo con su colega. Pero señaló que, al igual que existía un fanatismo religioso que se había expresado en los atentados contra las Torres Gemelas, había un fanatismo de la razón que había llevado a la deshumanización del mundo y a una exaltación de la técnica que, como apuntaba Heidegger, había tenido consecuencias nefastas.

También Habermas se mostró de acuerdo con lo expresado por el cardenal Ratzinger. Y ello porque fueron precisamente los filósofos de la Escuela de Fráncfort quienes habían alertado de que el sueño de la razón podía producir monstruos como el totalitarismo de Hitler. El estalinismo era también otro producto de la razón que había llevado a la negación de la libertad.

Habermas respondió que no se puede negar la fe en nombre del laicismo, lo mismo que la fe no puede negar el laicismo. Ambos son compatibles en el espacio de la política y del debate público. E igualmente Ratzinger, aunque afirmó que las mayorías pueden secundar proyectos políticos perversos, admitió que los Estados democráticos y liberales preservan la libertad y la dignidad del ser humano mejor que cualquier dictadura.

En este punto de la discusión, surgió una cuestión de plena actualidad. Ratzinger reflexionó sobre la dificultad de definir qué es el bien y de por qué hay que realizarlo incluso en perjuicio propio, subrayando que la pregunta no tiene una fácil respuesta. No era difícil adivinar que, tras las palabras del cardenal, latía el imperativo categórico de Kant, un pensador que había estudiado en Frisinga.

Ratzinger defendió, y aquí reside la máxima actualidad de su intervención, que las leyes no debían estar al servicio del poder ni adoctrinar a los ciudadanos, sino que tenían como función la preservación de valores éticos universales, una referencia a Hans Küng, con el que compartía esa visión y del que luego se distanciaría.

Aunque había una coincidencia en la reivindicación de la libertad de pensamiento y de las bondades del Estado democrático, Ratzinger y Habermas diferían en algo esencial. Mientras que Ratzinger sostenía que el diálogo entre la fe y la razón sirve para reafirmar la universalidad del mensaje cristiano, Habermas creía que no existen las verdades objetivas de validez universal y que la convivencia sólo puede articularse mediante la razón y la pluralidad democrática.

No era posible ir más allá en este debate, que está en el centro del pensamiento metafísico y, muy especialmente, en pensadores como Descartes, Kant, Hegel, Feuerbach e incluso en Marx, que sostenía que la condiciones sociales y económicas determinan la conciencia, algo que no se aparta mucho de las tesis de Habermas.

El valor de la aportación del cardenal Ratzinger, un teólogo que había profundizado en la historia de la filosofía, es el reconocimiento de que los hombres tiene que vivir de acuerdo con la razón y que ésta es autónoma de la fe religiosa. Lo que no obsta para que ambas tengan un sustrato común que hay que buscar y que fundamenta toda ética de la acción humana.

Ratzinger tenía claro que hay un gran espacio de entendimiento entre los hombres, sean cuales sean sus creencias, y en eso fue profundamente original e innovador. Hay que reivindicar su legado intelectual, sin caer en simplismos.