El concilio y el Papa de la unidad

Exceptuando el Concilio Vaticano II, los Concilios en la Iglesia han tenido dos dimensiones funcionales, la doctrinal y la disciplinar. Nicea, además de clarificar la doctrina de la Iglesia frente a la herejía de Arrio, una herejía que llegó a contaminar a la mayor parte del episcopado, y de aprobar veinte cánones disciplinares, tuvo una pretensión principal, la unidad de la Iglesia. Seguro que el papa León XIV tiene muy presente que su elección se produjo en el aniversario de Nicea.

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Y que ese Concilio lo fue de la unidad de la Iglesia en torno a la doctrina, el mensaje de la fe. Unidad que no es sólo continuidad con lo anterior y con el anterior. En un mundo polarizado, la unidad de la Iglesia no tiene su fuente en la acción, ni siquiera en la acción caritativa. A la Iglesia no le une que se la reconozca como una gran ONG. La unidad de la Iglesia tiene su sentido en la fidelidad a la palabra revelada y a su transmisión íntegra.

Si en el Concilio de Nicea los padres aportaron la novedad de utilizar la filosofía griega, lo hicieron, como escribió san Atanasio, porque la fe de Nicea «es la fe profesada por los Padres según las Escrituras». Se dice que las ideas tienen sus consecuencias. Las desuniones en la Iglesia más que de acción, de praxis, son primero de doctrina, es decir, del contenido de lo que se profesa. No es poca la tarea de León XIV de restañar las heridas de la unidad de doctrina y también de actuación.