Antonio Cañizares, la renuncia que pone fin a una etapa de la Iglesia española
El prelado, que se retira por edad, fue uno de los protagonistas del momento en que los obispos le discutían al Gobierno la actualidad informativa
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Madrid
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Iniciar sesiónSi con la muerte de Isabel II acababa definitivamente el siglo XX, con la renuncia del cardenal Cañizares se pone fin a una etapa en la Iglesia española. Una época en que los obispos contraponían abiertamente su modelo de sociedad a ... la agenda laicista de los gobiernos socialistas, proclamaban «la unidad de España como bien moral» y eran capaces de simultanear su presencia en la cabecera de multitudinarias manifestaciones con la gestación discreta de acuerdos, a la postre, beneficiosos para la Iglesia tanto en lo económico como en lo social. Una etapa en la que fue clave este cardenal valenciano, nacido en Utiel, que el 15 de octubre, día de santa Teresa de Ávila, cumplirá 77 años.
Con un gran bagaje teológico e intelectual, rápido de mente y firme en la palabra, inquebrantable en sus argumentos -hasta hacer realidad el apelativo de «cabezones» con que los requenenses se dirigen a sus vecinos de Utiel-, pero humilde y bondadoso en las distancias cortas, la carrera eclesiástica de Antonio Cañizares ha estado unida a la Universidad y la Teología desde sus inicios. Dos años después de ser ordenado dejó su diócesis natal para ser profesor en la Pontificia de Salamanca, donde compartió claustro con los cardenales Rouco y Blázquez y tuvo como discípulo al cardenal Osoro, cinco meses mayor, pero de vocación tardía.
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José Ramón Navarro-ParejaEl actual obispo de Tortosa, nacido en Valencia hace 63 años, sustituye al cardenal Antonio Cañizares, que presentó hace dos años su renuncia por motivos de edad
Así, cuando en 1992, Juan Pablo II lo nombra obispo de Ávila, ya era un teólogo respetado y consagrado, que además de sus clases de Salamanca, era director de San Dámaso en Madrid y secretario de la Comisión para la Doctrina de la Fe en la Conferencia Episcopal. Y muy cercano al cardenal Ratzinger, una amistad forjada a finales de los ochenta, cuando el entonces prefecto de Doctrina de Fe, lo incorporó al equipo encargado de redactar el Catecismo de la Iglesia Católica. A nadie extrañó que, tras ocupar Ratzinger la cátedra de Pedro, se especulara con la marcha a Roma del que ya era arzobispo de Toledo.
Pero no era su tiempo. Benedicto XVI prefirió que Cañizares se convirtiera en su hombre fuerte en la Iglesia española, posición claramente reforzada cuando en su primer consistorio le creó cardenal. Era también vicepresidente de la Conferencia Episcopal, como segundo de un Ricardo Blázquez, entonces en Bilbao, que no quiso, ni supo, asumir el papel al que obliga la presidencia.
Un acuerdo histórico
Fue en esa inacción de Blázquez cuando Cañizares se hizo grande y aprovechó otra de sus grandes habilidades, su capacidad para el diálogo con políticos tanto de derecha como de izquierda, para arrancar a Fernández de la Vega, a la sazón vicepresidenta del Gobierno, el acuerdo para la financiación de la Iglesia a través del IRPF. El denominado «acuerdo de los segundos», todavía hoy vigente, ponía fin a décadas de incertidumbre en el modelo de sostenimiento de la Iglesia y le permitía una estabilidad financiera.
Su amistad con políticos de tan variado signo ideológico como Adolfo Suárez -padre e hijo-, Bono, Acebes, Aznar, Rajoy o, más recientemente, Ximo Puig y Rodríguez Zapatero, no le han impedido criticar las propuestas políticas que consideraba contrarias a la concepción cristiana del mundo. En lo que él mismo ha denominado un «combate de la fe» frente «a la indiferencia, la apostasía y la increencia», siempre se ha mostrado firme ante propuestas legislativas que trataban de cambiar el modelo educativo -desde la imposición de Educación para la Ciudadanía hasta la ley Celaá- y las que pretendían imponer «un nuevo orden mundial» a través de una «obra de ingeniería social» que tiene «al laicismo, el relativismo y la ideología de género como pilares», ha explicado.
Esa posición firme le convirtió en una de las voces, y de los rostros, más conocidos de la Iglesia española, junto al cardenal Rouco, en la primera década de este siglo. Fue la etapa de «los Antonios», tan similares en su concepción eclesial y objetivos, como diferentes en su manera de actuar y presentarse ante la sociedad. Directo, sin filtros y fuerte, Cañizares, quien no dejaba un envite sin respuesta. Sibilino y gallego, Rouco, de hermética presencia pública, pero sin cejar nunca en la maquinación ‘sottovoce’.
Contienda con Rouco
Dos gallos en el mismo corral que protagonizaron una lucha sorda por la cabeza de la Iglesia. Una batalla en la que el elegido parecía Cañizares, nueve años más joven, cuando convirtió el Tajo en su particular Rubicón y se plantó a las puertas de Madrid, dispuesto a liderar el episcopado y suceder al gallego. Pero aquella contienda se saldó con el retorno triunfante de Rouco a la presidencia de la Conferencia -aun a costa de humillar a Blázquez, que no renovó su mandato- y con Cañizares exiliado en Roma, no cual César victorioso, sino en un discreto destino vaticano que le retiraba de la escena eclesial española.
Así, mientras Rouco imponía ya en solitario su modelo episcopal, la figura de Cañizares languidecía en Roma al frente de una congregación, la del Culto Divino, encargada de una disciplina en la nunca fue experto y en la que apenas tenía experiencia salvo aquel incidente previo de vestir la capa magna, en la ordenación sacerdotal de una orden tradicionalista. Un episodio al que no dio valor en un primer momento, poco consciente de la significación pública que acabaría teniendo, años más tarde, en su contra y por el que se vería obligado a pedir disculpas.
Con la renuncia de Benedicto XVI y la llegada de Francisco -qué según contó el lunes, él mismo contribuyó a favorecer en una reunión en su casa de Roma, previa al cónclave- Cañizares volvió a fijar su mirada en España. Pero los tiempos, y las influencias, ya habían cambiado y no se pensó en él para relevar a Rouco, sino, precisamente, para reemplazar a su sustituto, Osoro, que había dejado Valencia, camino de Madrid.
Sus últimos ocho años en Valencia han estado marcados tanto en lo simbólico como en lo físico por las palabras con que comenzó su despedida: «Me he desgastado hasta la extenuación». Una enfermedad le debilitó hasta el extremo. Su porte físico, marcado por su baja estatura, fue apocándose por la enfermedad, que encorvó su figura y le obliga a usar bastón. Su voz se tornó frágil, apenas audible. Su hablar, entrecortado. Y su discurso, errático por momentos. Algo que nunca ha impedido que su mensaje -en homilías, cartas pastorales y artículos- siguiera firme y su denuncia, ante ese «nuevo orden mundial», igual de constante.
Discurso en solitario
Un discurso en el que parecía haberse quedado solo en los últimos tiempos, marcados por el perfil bajo impuesto en el episcopado por Omella y Osoro. Ellos son ahora los dos únicos cardenales en activo en la Iglesia española, pero por poco tiempo. Rondan los 77 años y no integran la generación que inaugurará la nueva etapa eclesial que se abre tras la renuncia de Cañizares. Los meses que le quedan a Omella como presidente de la Conferencia Episcopal serán más bien un epílogo, una apostilla -con un acento bien distinto, eso sí- a aquellos años en que los obispos le discutían la actualidad informativa a los presidentes del Gobierno.
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Cañizares seguirá dos meses como administrador apostólico en Valencia y se retirará a «rezar y estudiar» al seminario de Moncada. Según ha contado, es en la oración, en sus retiros en Buenafuente del Sistal, en las horas de «fecundo diálogo ante el sagrario» donde ha encontrado la fuerza para levantarse cada día a las seis de la mañana, pese a haberse acostado de madrugada y acompañar a cada uno de los fieles de su diócesis, desde la feligresa de la parroquia más alejada, hasta los presos con los que comparte cada año la cena de Navidad. En eso, y en su «confianza absoluta en la Providencia», como su mismo lema episcopal se encarga de recordar: «Hágase tu voluntad».
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