Y parece que fue ayer... LAS LEGISLATURAS DE LA EXPO
Los fastos de la Expo
«Me basta situarme en dos de las cinco legislaturas que he de agradecerles -las últimas que viví desde la oposición- para encontrar no pocos precedentes de lo que hoy parece espantar. »
«Me refiero a la que acabó en el 1993 y -con alguna propina- a la que terminó en enero de 1996. Debo para ello situarme, obligadamente, en el ámbito de mi actividad parlamentaria y, de modo especial, a lo relativo a la Expo sevillana, de la que hube de ocuparme más de un lustro»
Vista aérera de la Exposición Universal de 1992
Que la historia se repite ha llegado a convertirse en tópico literario, pero, quizá por el tópico rival -cualquier tiempo pasado fue mejor- no llega a experimentarse como realidad. Tendemos a escandalizarnos, no sin razón, ante comportamientos políticos rechazables, con la sensación de que parecía ... impensable que se pudiera llegar a estos extremos. La corrupción, desgraciadamente presente de modo endémico entre los que tocan poder, parece haber llegado a cobrar una vía nepotista en alturas insospechadas.
Las hubo igualmente -de corrupción y nepotismo en primer grado- en etapas anteriores. Basta recordar el caso Juan Guerra, que dejó tocado a su hermano. Apenas le oí hablar ante el pleno del Congreso en mi primera legislatura, la de 86, salvo una intervención del 4 de marzo del 87, para explicar haber fletado un avión para poder acudir a una corrida de toros, otra -días después- con motivo de la moción de censura protagonizada sin éxito por Hernández Macha y sus respuestas a alguna pregunta oral.
Sí me queda especial recuerdo, ya en la legislatura del 89, de su pesarosa intervención del 1 de febrero de 1990 sobre las andanzas de su hermano en sede oficial. Sonaba ya a despedida, porque había pasado de la foto de la ventana del hotel Pallace a un peculiar status, no quedaba claro si amortizado o embalsamado en la presidencia de la Comisión Constitucional. Se había sembrado ya la selva andaluza de la FAFFE, ya con cuñados por doquier, y pronto Roldán batería récords, antes de que Ábalos popularizara a sus sobrinas.
Todo lo superable se ha ido viendo superado. Comportamientos socialmente rechazables, como los de ricachones con escasos escrúpulos, que se permitían poner un piso a la amante de turno, se ven ahora imitados. Queda así de relieve que con dinero público -que según alguno no es de nadie- todo vale; al menos para quienes no han hecho otra cosa que vivir de la política, o de los comisiones y cohechos que van floreciendo en su entorno. Para colmo, se hacen fuertes ante la justicia, amparados por privilegiados aforamientos; fruto incluso de todo un planteamiento artesanal, provocando dimisiones o renuncias de forzada complicidad.
Dada mi edad, tuve la oportunidad de ser testigo de algunas etapas anteriores, como la de la última del gonzalato, de la que hoy se recuerdan solo aspectos positivos, hasta el punto de represtigiar a quienes -por entonces, tan vilipendiados como los de ahora- se benefician del eficaz indulto del olvido. Bien es verdad que da la impresión de que ha ido cuajando un acostumbramiento, que facilita en la sociedad mayores tragaderas. Hace ahora cinco lustros había comenzado ya a haber altos cargos en la cárcel, aunque todavía nadie consideraba constitucional una amnistía.
Se habla hoy, como de una novedad, de que se colonizan las instituciones o de que en los ámbitos del poder se miente a mansalva. Como si lo de engañar en el parlamento no tuviera precedente. Me remitiré a solo a dos legislaturas.
No soy un asiduo lector de Neruda, pero confieso que he vivido. He experimentado situaciones que ni se me habían pasado por la cabeza. Entre otras, haber tenido el honor de representar a mis conciudadanos durante más de diecisiete años y haberme ido de política sin ningún cargo que no fuera fruto de sus votos.
Me basta situarme en dos de las cinco legislaturas que he de agradecerles -las últimas que viví desde la oposición- para encontrar no pocos precedentes de lo que hoy parece espantar. Me refiero a la que acabó en el 1993 y -con alguna propina- a la que terminó en enero de 1996. Debo para ello situarme, obligadamente, en el ámbito de mi actividad parlamentaria y, de modo especial, a lo relativo a la Expo sevillana, de la que hube de ocuparme más de un lustro.
Como andaluz, acababa de vivir los fastos del 92, con la Expo en todo su esplendor. Tampoco olvidaré tres días en la olímpica Barcelona, rebosante de españolismo. Los recuerdo cada vez que subo a un AVE. Qué tiempos aquellos en que Sevilla podía convertirse en la primera ciudad como destino de un avance de ese tipo. Quizá por eso lo recuerdo ahora cuando, sistemáticamente, compruebo con envidia la puntual salida de los trenes hacia Barcelona -incluso partiendo de Granada- y las cotidianas esperas de las salidas de Madrid hacia Andalucía. Sirva como síntoma, que en un reciente viaje a Málaga la megafonía de Puerta Atocha recitaba el habitual mensaje: «les informaremos de la vía de salida; perdonen las molestias», cuando ya nos hallábamos en la deslizante rampa hacia el andén. Los taurinos lo llaman querencia…
Sevilla había sido en efecto sede de una Exposición presuntamente Universal, en la que no fue nada fácil que se expusiera todo. Se me encargó por el presidente de mi grupo parlamentario el control de lo ocurrido. Costó Dios y ayuda que se acabaran aclarando las cuentas. El Archivo Óptico, que contenía toda la documentación de los millones invertidos, sufrió todo tipo de peripecias. Desde la sugerencia de que pudiera ser víctima de algún incendio -ya lo había sido todo un pabellón, antes del estreno- hasta la experiencia de quedar averiado en los más inoportunos momentos, pese a que, a la vez, se ofrecían en alquiler sus servicios para otros menesteres.
Entre las empresas que por allí prosperaron, no faltó una a la que le fue particularmente fácil prosperar: recibía un porcentaje de todos los contratos, aunque no hubiera aportado nada a su gestión. Casualmente su consejo de administración se lo repartían entre Viajes Ceres, que se había hecho famosa por sus trajines políticos, y un grupo en el que no faltaban sonoros apellidos aristocráticos.
Puestos a colonizar instituciones, se llevó indirectamente la palma el Tribunal de Cuentas, que debía lógicamente controlar el buen uso de tan fabuloso festival. Curiosamente, cuando llegó la hora de saldar las cuentas, se creó una empresa al respecto y no se encontró personal más adecuado que funcionarios del propio Tribunal, que luego se reincorporarían a él a la hora de controlar. El presidente de la citada empresa fantaseó y fabuló durante años sobre los presuntos logros económicos obtenidos y la insuperable valía de los activos disponibles. Bastó que hubiera, al fin, un cambio de gobierno para que todo el tinglado se viniera abajo, aparecieran pérdidas por doquier y los presuntos activos se derritieran. Todo ello tras un proceso que no tuvo fin hasta cinco años después: en diciembre de 1997.
Podría hablar también de intervenciones parlamentarias en el ámbito, educativo, universitario o de investigación científica, para ilustrar las raíces de unos problemas que hoy escandaliza y son herencia de una cultura que, en tiempos anteriores comenzó a sedimentarse: se rehuía la publicidad, imprescindible tanto para controlar el gasto público como para apreciar el mérito y la capacidad, que justificaran la presencia en ese ámbito. Me limitaré solo la Expo. En medida en que la situación actual mantenga paralelismos con la de aquellas legislaturas, que mostraron el agotamiento de un cambio que tanta ilusión había cosechado, no cabe descartar que la presente sirva también de antesala a otro no menos esperado. Aunque los modos de comportamiento acumulados no sean fácilmente reversibles; lo que sí parece claro es que todo comenzó ayer.
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