Perdigones de plata
Ultrarricos
Sánchez desempolva la figura de los formidables multipelas como enemigos de la humanidad
La dignidad
Dale tiempo
Lo que no recuerdo, porque sucedió hace muchos años, es el modo en el cual aquel ultrarrico formó parte de mi menesteroso círculo de amistades. Imagino que buscaba compañía farandulera para, con la curiosidad del entomólogo que estudia los insectos o los infraseres que ... viven a salto de mata, observar de cerca. Me encantó frecuentarle porque era un tipo generoso, de los que convidaba a gambas frescas, con lo cual me sentía en esas cuchipandas gastronómicas como un verdadero liberado sindical que lucha por el proletariado.
Además, tuvo la amabilidad de prestarme un ala de su casoplón cuando iniciaron una reforma chapucera en mi pisucho de aquel entonces. Entendí la importancia de alternar con un ultrarrico cuando, por la mañana, una amable doncella con cofia me preguntaba qué deseaba desayunar. «Un poco de todo», respondía yo para no hacer un feo. Y, en efecto, traía un poco de fruta, de bollería, de café con leche, de tostadas, de jamón, de aceite de oliva y de zumo de naranja sobre una bandeja de plata. Pero lo que me impresionó de verdad, joven que era uno, fue descubrir que mis calzoncillos, arrojados cada noche en el cesto de la ropa sucia, aparecían después planchadísimos y depositados con esmero sobre mi lecho. Lo de planchar los gayumbos jamás se me habría ocurrido. Le tomé enorme cariño, a ese ultrarrico. Justo lo contario que Sánchez, tan desahogado que desempolva la figura de los formidables multipelas y la vaporosa estampa de 'los poderosos' como enemigos de la humanidad. Así contenta a su legión de populistas de baratillo. Vale que los ultrarricos quizá se juntan con la tropilla del otro lado porque ellos son el perroflauta y nosotros su chucho pulgoso, o porque ellos son el señor feudal y nosotros el bufón graciosete que gulusmea feroz en su mesa. Pero la vida es así y no la he inventado yo. Exijo respeto hacia los ultrarricos generosos. Es más, finalizó aquella reforma cochambrosa y se lo oculté para permanecer en su mansión otra semana. Los calzoncillos planchados, que me volvieron loco.
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