El silencio de Valencia
Nadie se da los buenos días. Nadie habla. Nadie tiene ganas de pronunciar tópicos. Nuestras miradas chocan, duras y tristes, cargadas de rabia, y nos entendemos mediante telepatía de pesadumbre
Cuando un jueves te llama un amigo del que nada sabías desde hacía mucho tiempo a las 17.45 y, sin saludar, te suelta con voz rota lo de «¿estás viendo la tele?», captas de inmediato que algo grave sucede. Enchufas el televisor, saltas de ... cadena en cadena, chocas contra una enorme antorcha y te sientas despacio, muy despacio, mientras digieres lo que contemplas porque el drama acontece en tu ciudad, en un barrio que conoces, en un edificio que recuerdas, en un entorno habitual de paisaje y paisanaje.
Permaneces con la nariz adherida contra la pequeña pantalla, el celular crepitando al alcance de la mano y el corazón a toda pastilla revelando la angustia que recorre tu cuerpo. No es una película de catástrofes humeantes, sino la cruel realidad que supera cualquier ficción. Te asomas al balcón y descubres el rastro del humo, una humareda negra de residuos químicos, de puro poliuretano que arde como el infierno y que flota sobre nuestras cabezas con el hedor de la tragedia.
Justo cuando los valencianos esperábamos el fuego purificador, ritual y domesticado de las Fallas, estalla un fuego que nos masacra, que consume nuestras almas, que tritura nuestra rutina de alegría, música callejera y runrún de pólvora. Pisas temprano el asfalto al día siguiente con las ojeras acuchillando tus mejillas. No eres el único que gasta aire fúnebre. Caras largas, tan largas que el mentón rotura la acera, y rostros de color ceniza en la panadería, en el quiosco, en la calle. Nadie se da los buenos días. Nadie habla. Nadie tiene ganas de pronunciar tópicos. Nuestras miradas chocan, duras y tristes, cargadas de rabia, y nos entendemos mediante telepatía de pesadumbre.
Valencia se sumerge en el letargo de la tristeza y brotan gruñidos de impotencia y desconcierto tras cada esquina, tras cada ordenador de oficina, tras cada barra de bar. La ancestral y respetuosa relación entre nosotros, los valencianos, y el fuego, queda destruida para siempre y esto nos ha decapitado porque se trataba de un noviazgo que databa desde épocas primitivas. Recorres la ciudad y algo llama tu atención: el silencio. Valencia representa ebullición permanente de mediterráneo rumboso. Valencia supone barullo constante de varias voces que atraviesan las arterías en arabesco continuo.
Pero ahora se masca el silencio de Valencia, un silencio espeso que te pesa sobre la chepa y te golpea las sienes, un silencio inédito que nos asusta porque lo desconocido siempre linda con el pavor. Este silencio de Valencia es una novedad amarga y terrible que indica la magnitud de la tragedia. Se suspenden, y es un acierto, las celebraciones falleras del fin de semana. Ignoro si el luto se prolongará o si el show debe continuar. Allá cada cual y máximo respeto para todos, pero conmigo, para estas Fallas, que no cuenten. No puedo. No me apetece. No quiero. El fuego ya no camina conmigo.