Fidelidad perruna

Por esas inevitables asociaciones de ideas, la expresión corporal de los que acompañan al gerifalte político me recuerda a la de esos canes mustios con el muelle incrustado en el cuello. Así pues, la fidelidad perruna del subalterno se constata por su capacidad para asentir pastueño desde la segunda fila mientras su jefe, en la vanguardia, discursea adoptando aire de gran hombre. Su lealtad inquebrantable se refleja en la hondura de ese cabeceo sincopado. Entretiene una barbaridad fijarse, cuando los recios aquelarres de mociones, en los gestos de la tropilla que escolta al macho alfa. Si este dispara una supuesta ironía, sonríen ante la chanza como si asistiesen al espectáculo de un monologuista. Si lanza una andanada cuajada de ferocidad, se encierran en una mueca de enfado como de adolescente aguantando una reprimenda paterna. Si desgrana una serie de abrumadoras cifras, componen faz de matemático a punto de solucionar una ecuación difícil del carajo. Y, en los momentos de bobería insustancial, recurren otra vez al cabeceo porque esa manera de asentir no es sino el comodín que les permite quedar bien, quedar como si estuviesen sintiendo y saboreando de verdad los rayos luminosos que brotan desde la boca de su comandante supremo. Necesito comprarme uno de esos perretes de plástico para colocarlo en casa y que me dé la razón en todo. Imagino que de ese modo reforzaré mi autoestima. Si el perro es el mejor amigo del hombre, el sucedáneo de goma es el mejor amigo del líder.