TIRO AL AIRE
No se ofendan (o sí)
El miedo a ofender a alguien, a cualquiera, persona o colectivo, se te mete en el cuerpo, como una autocensura y te bloquea
El bar de Carlos
El callo sanchista
Se ofenden estos días los ofendiditos de sofá porque Alcaraz es un rato McEnroe y destroza una raqueta en directo y ¡así no es ejemplo para sus hijos! Como si los deportistas tuvieran que ser catequistas.
Se ofenden estos días los tuiteros porque hay ... en la red hay mentirosos, liantes, cafres, enredadores, embaucadores, malas personas, como si las redes tuvieran que ser santuarios. Como si lo virtual no fuera de este mundo sino de otro que sabemos que no existe, en el que no nacieron ni se hicieron arribistas, incendiarios ni maleducados.
Se ofenden estos días los de una u otra religión porque los humoristas y los artistas versionan sus ritos y sus imágenes como si el arte significara respeto o no pudiera ser, incluso, basura. O como si no pudiera haber, también, talento en ofender, en cabrearse y en insultar: «Érase un hombre a una nariz pegado…».
Se ofenden estos días los colectivos porque se los señala con el dedo porque no quieren ser cuestionados pero sí privilegiados. Ahora que hasta hacerse preguntas sobre el otro puede ser delito de odio, todo es ofensa. Hasta ofensa de Código Penal.
El «me ofendo, luego existo» ha venido a sustituir al «pienso, luego existo», no vaya a ser que si no me ofendo no se me vea.
Sucede que los que no queremos ofender a nadie estamos en un sin vivir. El miedo a ofender a alguien, a cualquiera, persona o colectivo, se te mete en el cuerpo, como una autocensura y te bloquea, te paraliza, te impide hacer la mínima cosa.
Me está pasando ahora mismo: ya estoy dudando si habré ofendido a alguien por aquí, con estas breves letras, así que debería ir pensando en borrar lo que llevo escrito pero a ver entonces de qué vivo. Lo mejor, –qué ansiedad, entiéndanme–, será pedirle al jefe que borre mi nombre y que pixele la foto que acompaña esta columna. Me parece que es una buena idea, así si alguien se ofende, al menos, no podrá descargar su rabia contra mí, porque seré anónima. Pero eso no le quita el argumento. Eso siempre le queda al ofendido. Claro que si el ofendido se defiende bien entonces igual terminaré yo –desde el otro lado de la mirilla de mi escondite– ofendida y eso tampoco lo quiero. ¿Cómo criticaré al ofendido si soy yo la que, con razón o sin ella, se siente ofendida? ¿De qué me protege, realmente, el anonimato?
Esperen, lo tengo… mejor va a ser que no me lean. Eso, ni empiecen con el texto. Y ahora sí que creo que he dado con la fórmula: si no hubiera nadie escribiendo ni nadie al otro lado leyendo, nadie podría ofender ni ofenderse nunca. Sirve para lo escrito, el deporte, la redes, el arte y la vida misma. Claro que, ¿entonces…? Vaya.
Nada, olviden todo. Que aquí hemos venido a vivir, ¿verdad? Pues, a ello. Nadie dijo que no tuviera sus riesgos. Ofender y ser ofendidos, incluidos.