Café con NEUROSIS

Querida Concha...

No quiero despedirme, porque estarás con nosotros –con mi mujer y conmigo– mientras nos quede una pizca de memoria

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Aquel hombre había escrito un sketch, y asistía al ensayo. El sketch era un ingrediente más de un programa para la televisión. La protagonista era Concha Velasco, y aquel hombre, un recién llegado al mundo del guion, apenas se creía que algo escrito por ... él lo fuera a interpretar una mujer a la que había admirado siempre, desde las butacas de los cines y teatros de Zaragoza. Cuando terminó el ensayo, la gran actriz se dirigió al guionista, y le preguntó, con la humildad de una persona que quiere saber si ha aprobado un examen: «¿Qué te ha parecido?». El hombre, asombrado de aquel gesto inusual, se quedó mudo durante unos segundos, y, luego, le dijo, con temor de que no fueran bien recibidas sus palabras: «Muy bien, pero creo que la borrachera queda mejor, cuando no es nada exagerada, que el espectador sepa que estás ebria, pero que los otros actores todavía no se hayan dado cuenta». Rápida, la actriz dio media vuelta, y ordenó al equipo con autoridad: «¡Vamos a repetir el ensayo!». Y aquel hombre, que ya no estaba en la butaca de un teatro de Zaragoza, fue testigo del talento de una gran actriz, de su capacidad para ordenar matices y convertirse en el personaje que pudiera salir de cualquier texto.

No sería la única prueba de humildad. Años más tarde, cuando la colaboración se había transformado en amistad, el hombre llamó a la actriz por teléfono. Ella, acababa de mudarse a un chalet de una de esas zonas exclusivas de Madrid y, ante la pregunta de qué hacía «la gran actriz, en su nueva mansión«, le respondió: »Pues estoy pasando la fregona por la cocina, porque estaba hecha un asco«. Grande siempre, sobre el escenario; ninguna soberbia, cuando se bajaba de él.

Querida Concha… me llamó por teléfono Miguel de los Santos, la persona que nos presentó, y decidimos no pasar por el Teatro de la Latina, porque advirtió Miguel que aquello sería un circo de cámaras y micrófonos. Y tenía razón. Y, además, no quiero despedirme, porque estarás con nosotros –con mi mujer y conmigo– mientras nos quede una pizca de memoria; porque aquélla noche, en el teatro de Mérida, cuando fuiste la Hécuba que Eurípides tenía que haber visto, creí que no estaba en la capital de Extremadura, sino en la Atenas de hace casi 2.600 años atrás; porque ya nos despedimos en la residencia, en esos instantes en que, a veces, tu mirada anunciaba el agotador cansancio de vivir, cuando empiezas a dejar de ser quien eres.

Tengo que escribirle a tu hijo, Manuel, y me da miedo, porque me imagino su travesía, e intentaré no emocionarme repitiéndome que estas en ese cielo de Talía y Melpómene, donde sólo dejan entrar a los más grandes… como tú, queridísima Concha.

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