la suerte contraria

Las cotorras

En ocasiones confundí su lenguaje con un tipo de relincho, como si hubieran llegado de otro planeta para acabar precisamente a mi lado

El esteticismo es el folclore de la Verdad

El Papa cristiano

Yo las oía –cómo no hacerlo– sin conseguir aislar mi mente de sus voces. Por un momento llegué a pensar que no había en el mundo artilugio alguno con la potencia necesaria para ocultar ese torrente de murmullos. Aunque es generoso llamar a eso murmullos. ... Esas mujeres berreaban y lo hacían sin parar. En ocasiones confundí su lenguaje con un tipo de relincho, como si hubieran llegado de otro planeta para acabar precisamente a mi lado, en Barajas, mientras su conversación se amplificaba en todas las colas y en todas las terminales. Posiblemente del mundo. No servían los cascos –esa potencia era sobrehumana– y ahora pienso que ni siquiera habrían funcionado esas máquinas de vacío que te hacen oír el sonido de tu propia sangre. Pocas personas logran enfrentarse a esa cámara, dicen que el silencio extremo es insoportable. Pero estas señoras podrían haberlo conseguido porque, a su lado, el silencio es solo una quimera, un animal mitológico, una rama más de la literatura fantástica.

Eran siete u ocho. Quizá nueve. Todas entre los cincuenta y los setenta, un poco clásicas y un poquito empoderadas, una mezcla entre 'Mujeres desesperadas' y 'Las chicas de oro'. Podrían formar parte de algún grupo cristiano o quizá fueran compañeras de Pilates. Hablaron del suelo pélvico, del final de 'Cónclave' y del gilipollas de su cuñado Fernando. En realidad, hablaron de todos los temas, y lo sé porque tuve la mala suerte de que se sentaran justo a mi lado. Me encontraba rodeado por ellas, por las cotorras, no tenía escapatoria y estaba condenado a escuchar sus opiniones a un volumen sobrehumano y con esa manera de gritar que solo es capaz de alcanzar una española de viaje. Todo el mundo las miraba mal –a veces me duele España– y desde delante se oía un 'shhhh' cada ochenta segundos, que lo estuve cronometrando, como las contracciones. Pero ellas no oían nada, se movían en un espectro de frecuencias diferentes a las de un humano estándar. Tuve impulsos de hincar rodilla en tierra para implorarles clemencia. Pero todo era inútil y mientras ellas seguían hablando con esas voces –el infierno no debe de ser muy diferente a un avión lleno de mujeres que gritan–, yo no pude evitar recordar aquel poema de Luis Alberto: «Era una criatura detestable en el plano moral, un ser abyecto, una abominación lovecraftiana. No era tampoco guapa, ni atractiva, ni graciosa, ni joven, ni simpática. Era un montón perverso de basura».

Cuando llegamos a Fiumicino las cotorras seguían hablando y riendo con esas carcajadas fantasmagóricas que se gastan, como recién salidas de un río Tártaro. No saben cuánto descansé cuando las perdí. Pero dos días después, haciendo cola para despedir a Francisco, escuché unas voces familiares. Me giré para comprobar que efectivamente eran ellas, las cotorras, que seguían en Roma chillando. Creo que allí siguen. Y pensé en el cónclave. Antes pedía a Dios que los cardenales supieran interpretar la voz del Espíritu Santo. Hoy por hoy, me conformo con que la escuchen.

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