LA TERCERA
Un siglo de 'La vorágine'
«En 2024 se cumplen cien años de esta gran novela hispanoamericana que dio pie a una saga que cuenta con obras, como 'Toá' (1933), de Uribe, o 'Mamita Yunai' (1941), de Fallas, hasta 'El sueño del celta' (2010), de Vargas Llosa. Ojalá el centenario sirva para releer o leer una obra fundamental de la literatura hispánica»
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Hay frases iniciales de novela que resumen un mundo. Cervantes, Dickens, García Márquez las consiguieron. El poeta José Eustasio Rivera (1888-1928) logró una para 'La vorágine', en 1924: «Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ... ganó la violencia». La frase conduce al lector hacia el sentimiento amoroso desenfrenado y, luego, lo integra en una de las constantes definidoras de la historia hispanoamericana, especialmente de Colombia. Al fin y a cabo, el diccionario define 'vorágine' como una pasión desenfrenada o mezcla de sentimientos intensos.
Un escritor debe aprender a mentir. Pero en literatura mentir no significa faltar a lo cierto, sino construir un mundo que produzca en el lector el efecto de realidad. Mentir puede hacerlo cualquiera, convencer de que una ficción escrita responde a la verdad sólo le es posible al escritor. La vorágine constituye uno de esos casos en los que la capacidad narrativa de un escritor ha hecho creer que su historia es copia de la realidad, hasta convertirse en un obra mítica de la literatura en español.
No quiero decir que lo que se narra en esta novela carezca de visos de realidad. El modo de vida, las injusticias y crueldades, las dificultades del transcurrir diario en los llanos del Orinoco y la selva amazónica desde que los primero protagonistas huyen de Bogotá, la dureza de la vida de los trabajadores caucheros descrita por la narración intercalada de un personaje que se ha hecho famoso en la historia literaria, Clemente Silva, la explotación de los indígenas, todo ello es cierto y documentado, no en balde Rivera inspeccionó en nombre del gobierno colombiano aquellas tierras tan duras. El autor crea un mundo en el que confluyen sintéticamente todas esas preocupaciones y crueldades, incluso las testimonia y denuncia con un argumento que responde a la tradición de la novela etiópica, de viajes y aventuras, y una prosa de origen modernista que busca integrar una naturaleza mágica en un recorrido sorprendente. Así, «una palmera de macanilla, fina como un pincel, obedeciendo a la brisa, hacía llorar sus flecos en el crepúsculo», y el sonido al mecerse de esa pequeña palmera, que en Colombia también llaman chambira y se utiliza para fabricar los chinchorros o hamacas donde descansarán los personajes, se siente como una sollozante quejumbre misteriosa. También el diccionario dice que 'vorágine' es una aglomeración confusa de sucesos.
El Modernismo tiene sentimentalmente mucho del Romanticismo y la naturaleza de La vorágine acompaña el ánimo y las preocupaciones, tanto de Arturo Cova, protagonista y narrador, como de sus compañeros. Porque Rivera cuenta con el antecedente de la novela romántica brasileña de la selva, viva desde José de Alencar a mediados del siglo XIX y los 'Contos amazónicos' (1893), de Inglês de Sousa. Famoso es el principio de la segunda parte, donde Rivera hace una descripción intensísima de la selva, a la que califica de esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina, catedral de pesadumbre, poseedora de la adustez de la fuerza cósmica o cementerio enorme donde se pudre y resucita.
La naturaleza ha estado presente en la literatura latinoamericana (incluida la quebequense), pero en el entorno de la Primera Guerra Mundial se busca un cierto adiós a Europa que pretende buscar modelos continentales. No se pudo prescindir de la tradición genérica, como vio Alejo Carpentier, pero sí retrasó la manifestación de las vanguardias. Ahora bien, la narración testimonial, que surge desde los frentes de batalla, y las discusiones soviéticas sobre la literatura obrera y proletaria dejarán su huella en la narrativa hispanoamericana.
También significativo es el lamento del cauchero, que abre la tercera parte de 'La vorágine': «¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! Viví entre fangosos rebalses, en la soledad de las montañas, con mi cuadrilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca como los dioses. […] ¿Y qué mucho que mi vecino, el que trabaja en la vega próxima, muera de fiebre? […] Le robaré la goma que haya extraído y mi trabajo será menor. Otro tanto harán conmigo cuando muera. ¡Yo que no he robado para mis padres, robaré cuanto pueda para mis verdugos!». Rivera describe unas condiciones laborales gobernadas por el contrato de enganche que reduce a los trabajadores, perseguidos por las deudas con la empresa, a una práctica esclavitud.
Las primeras críticas se centraron en los aspectos estéticos y así entró 'La vorágine' en las historias de la literatura. Actualmente se preocupa por ella la antropología (recientemente se ha publicado junto a textos sobre el entorno donde transcurre la historia). Pero no olvidemos la mentira necesaria en toda obra literaria, que se elabora sobre tópicos, géneros, prototipos, selecciones de la realidad e invenciones en la nueva construcción de un mundo coherente. 'La vorágine', por ejemplo, como ocurrirá con tantas novelas de los llanos, la selva y las plantaciones, tiene que contar con un río mítico que conduzca a los infiernos o a la muerte. También el diccionario define 'vorágine' como un remolino impetuoso que hacen las aguas en algunos parajes.
En 2024 se cumplen cien años de esta gran novela hispanoamericana que dio pie a una saga que cuenta con obras, como 'Toá' (1933), de Uribe Piedrahita, o 'Mamita Yunai' (1941), de Carlos Luis Fallas, hasta 'El sueño del celta' (2010), de Vargas Llosa, y motivó una actuación política en la región amazónica del Putumayo, contra los empresarios del caucho (como los crueles Arana o Fitzcarrald, éste tristemente mitificado por Werner Herzog en una película) que sometían a los trabajadores, indígenas o no, a una esclavitud encubierta no exenta de torturas.
Rivera, inicialmente preocupado por la estética de su novela, se quejó en 1926 de que nadie parecía interesarse por su vertiente testimonial y, en 1928, al preparar la quinta edición, que apareció en Nueva York al final de su vida, suavizó los estilemas modernistas y los aspectos ficcionales. Suprimió también tres fotografías aparecidas en las ediciones anteriores e integradas en la ficción: una suya, que aparecía como del protagonista y hecha por uno de los personajes secundarios, y otras dos declaradas retrato del cauchero Silva cuando no eran sino postales turísticas compradas en Manaos. Las sustituyó por cuatro planos del viaje de los protagonistas.
Ojalá el centenario sirva para releer o leer una de las obras fundamentales de la literatura hispánica, cuya fuerza arrastra al lector por una ficción que expresa, mejor que cualquier estudio, la dureza de la vida en tantos ambientes naturales y sociales cuya existencia olvidamos en nuestra modernidad urbana.
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