En observación
De aquel tremendismo, estos lodos
El tremendismo es una clase de fango, y de los peores, por su capacidad para anular la sensibilidad del público ante una amenaza que conviene dosificar
Algunos novios buenos
En tu casta o en la mía
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Iniciar sesiónCuando en septiembre del año pasado la Comunidad de Madrid envió una alerta general a través de la mensajería telefónica -iba a llover mucho, y así fue-, algunos libertarios de boquilla se quejaron de lo que entendieron como una intromisión ilegítima y totalitaria en su ... intimidad, precisamente ellos, que se pasan todo el santo día exponiendo sus interiores en las redes sociales. Fueron unos pocos. Los de casi siempre. Aquella tarde, era sábado o domingo, día de guardar, el resto de la gente supo que la cosa iba o podía ir en serio. Estaba avisada.
La meteorología no es una ciencia exacta, pero tampoco el tremendismo es precisamente una de las bellas artes. A esta corriente literaria hace mucho que se abonaron unos medios de comunicación -y aún más sus secuelas, en forma de 'influencers'- que han hecho de la información y la previsión del tiempo un pasatiempo marcado por el sensacionalismo, el susto, el miedo, la exageración, el desastre y el acabose. Muy entretenido, como cualquier zona catastrófica, y aquí cabe la autocrítica. Los aspavientos y el remolineo de las extremidades superiores se mezclan con la semántica de la excepcionalidad según viene una nube y caen cuatro gotas. «Totalmente destruido», «completamente asolado», dicen a toro pasado los cronistas de estos fenómenos ante la secuencia de pueblos dañados por el agua, pero enteros y en pie. Totalmente, completamente... Equivocadamente.
El tremendismo es una clase superior de fango, de los peores, categoría extra, por su capacidad para anular la sensibilidad de la opinión pública ante una amenaza que conviene dosificar y no convertir, como sucede a diario, en una atracción circense. Cuanto más desorbitada sea la narrativa, más espectadores, más pinchazos. Sucede con la lluvia y también con el calor, en forma de olas devastadoras que los medios generalistas anuncian sin mesura, con un repertorio de adjetivos esdrújulos y gestos desaforados que normalizan lo insólito, hasta inmunizar al público ante cualquier previsión de tragedia.
Graduar la alerta, administrar la amenaza, tasar el riesgo, contener la dramaturgia y evitar el charco del fango y el sensacionalismo quizá nos haga más aburridos, pero a la vez más receptivos a las llamadas de atención y alarma de quienes las han convertido en una irresponsable forma de ocio. Que la Administración tarde más o menos en reaccionar con su protocolo de alertas -el pasado martes en la Comunidad Valenciana- representa un hecho relevante a la hora de recuperar, al menos por parte de la autoridad competente, la credibilidad perdida a manos de quienes comercian con un estupor ya aclimatado. Desconfiar del gremio del espectáculo que explota la fenomenología meteorológica en los medios de comunicación es legítimo, consecuencia de sus excesos, e incluso recomendable para evitar males mayores. Hacerlo de los servidores públicos que tienen la obligación de protegernos sería, por defecto y llegados a este punto, hasta aquí llegó el agua, mucho peor.
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