EN OBSERVACIÓN
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Hay en nuestras letras una línea de puntos suspensivos de la que cuelga una figura literaria que va de Cervantes a Ramón Gómez de la Serna, pasa por Moratín y Torres Villarroel y de forma provisional termina en Arévalo, último autor clásico en recurrir ... al personaje del gangoso, víctima de una disfonía –faringolalia en los manuales médicos– que desde nuestro Siglo de Oro lo convertió en carne de coña y cañón. En la nariz del gangoso resuena una voz que antes daba risa y que ahora no solo se ha normalizado, imperceptible en una era de auriculares inalámbricos y voces comprimidas, sino que ha adquirido rango vicepresidencial y sordina progresista. En una España que reforma su Constitución para cambiar 'disminuido' por 'discapacitado', la risa va por dentro, como ese llanto que ahora hay que esconder para no significarse en unos entierros en los que nadie quiere que le den vela. «Tú también estabas con Jesús el Galileo». «No sé de qué hablas» (Mateo 26). Y así tres veces seguidas.
El muro inmaterial del sanchismo es aquella tapia del cementerio que cubierta de musgo y menosprecio separaba en tiempos preconciliares a los que entonces no iban al cielo. Allí descansa Arévalo, velado por lo virtual y lo presencial por un variopinto grupo de profesionales del género de las variedades –valga la redundancia, en este caso más que obligada– sin otra cosa que perder a estas alturas que su inclusión entre los excluidos, habas contadas y folclóricas en una España en la que está permitido reírse de las disfonías de Don Juan Carlos o Mariano Rajoy, cuando no de los gallos de Felipe VI, pero no de la faringolalia de una gangosa de manual y casete como Yolanda Díaz, actriz de doblaje de la artista antes conocida como Tamara, luego Yurena, la del «No cambié». «Sigo siendo la misma de ayer», decía la letra. Aquí y ahora, en el lado bueno de la historia, del muro y de la tapia, el humor es inteligente o no es. Se puede dar el pésame por la muerte de un etarra, como hizo Pedro Sánchez en las Cortes, pero no por Arévalo, personaje secundario de una Transición cuyos consensos no solo fueron políticos, sino que se sostuvieron sobre una amplísima red de elementos compartidos, ya fueran chistes, canciones, electrodomésticos, rotuladores, vaqueros o bimbollos. Todo fue bueno para aquel convento.
Desde finales del siglo pasado uno pensaba que la desmembración de la sociedad, no solo española, iba a ser consecuencia de la segmentación de unos hábitos de ocio y consumo dinamitados por la libertad de elección y el sectarismo que permite internet, pero hay que reconocer que esta gente de velatorio y entierro corre más que el 5G. Cuando dan el pésame –siempre a esos profesionales de las variedades, nada variopintos, que se apropiaron de una cultura que no conocieron, como la vergüenza– se lo dan a ellos mismos, siguiendo un ritual prehistórico que a través del llanto tribal acentúa el sentimiento de pertenencia al grupo. Romper los lazos y las guitas del régimen del 78, atado y bien atado, pasa también por negar el pésame a aquella gran familia, hoy deshecha, que lo compartió todo, hasta los chistes malos.