EN OBSERVACIÓN
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No está el Papa para muchos trotes. «Sí, pero la cabeza la tengo perfectamente», replica el Obispo de Roma, con más razón que un santo y un vocación reformista que no da signos de agotamiento y que se aprecia en declaraciones como la reciente 'Fiducia supplicans' ... , que normaliza la bendición de las parejas del mismo sexo, existentes desde que los Papas tenían hijos y novios, incluso a la vez. Como la intención de Francisco es la de evitar cualquier homologación de estas bendiciones con el sacramento matrimonial, el Pontífice evita formular, negro sobre blanco, una ceremonia cuya liturgia deja al criterio de quienes vayan a administrarla. «Gracias, pero no necesito que la Iglesia me acepte y mucho menos que me bendiga», escribe en las redes sociales una escritora sistémica para dar muestras no binarias de su aversión, genética o adquirida, a una institución que desde hace siglos pastorea un rebaño cuya mayor virtud, y a la vez razón de ser, es precisamente esa diversidad –ovejas negras o cabras que tiran al monte– que otros acaban de descubrir y utilizan como bandera.
El Papa no regula una bendición para la que, sin embargo, hay jurisprudencia. Recordamos a continuación y de memoria la escena protagonizada por un párroco rural durante la misa por el alma de una mujer que en sus últimos años de vida fue atendida de manera misericordiosa por su hijo y el novio de este, con el que convivía en paz y armonía. De esto hace bastante tiempo: en Roma pontificaba Juan Pablo II, pero la Iglesia sabía ya lo que estaba bendito. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
En primera línea de saludo y pésame y ante el altar de la iglesia estaban los hijos de la finada, con sus respectivos cónyuges, y también el novio de marras. Nada había que ocultar, máxime cuando el cura del pueblo acudía cada domingo y fiesta de guardar a dar la comunión a la fallecida, sin reparo alguno en llevar el cuerpo de Cristo a una casa de presunto pecado y en la que, cumplido el sacramento eucarístico en el piso de arriba, compartía tertulia, café o licor con sus anfitriones, pareja de hecho –hechos consumados, o hechos de los apóstoles– a la que bendecía con su sola presencia. Echaban muy buenos ratos, de los que un servidor pudo ser testigo en más de una ocasión. No se prodigaba tanto el cura por la casa del otro hijo varón de la mujer, cristiano de misa diaria, catequista de la hipocresía y falso como Judas, hombre de soga y crucifijo al cuello.
Tras la breve homilía de aquella misa de difuntos, no pudo ni quiso evitar el sacerdote, sabedor del querer, el sacrificio y la entrega que impregnaba aquella casa de amor oscuro que frecuentaba cada domingo, dedicar desde el altar unas palabras de gratitud y proponer como modelo de caridad al novio de marras, que de manera primorosa aseaba, daba de comer –de vez en cuando de beber– y distraía con los cotilleos del pueblo a la buena mujer. Aquella bendición encubierta fue muy anterior a la declaración 'Fiducia supplicans', que deja las cosas más o menos como estaban. El que entonces se picó, ajos sigue comiendo. El Evangelio no ha cambiado tanto.
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