tigres de papel
Nada que superar
Una dictadura de hedonismo hortera y californiano nos sugiere recetas y protocolos para exorcizar la tristeza
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Iniciar sesiónLa pérdida, el dolor o la derrota no son experiencias optativas. Podría decirse que son vivencias casi obligatorias. A poco que uno cumpla años, y por mucha suerte que le procuren los dioses, tarde o temprano acabará cayendo. Porque la caída no es sólo el ... origen de la condición humana sino que es, paradojas de la metafísica, también su destino y la condición de la gracia. Se equivocaba Martin Heidegger cuando nos definía como un ser para la muerte. Lo que más nos humaniza no es nuestra condición mortal, ni saber que algún día no estaremos. Séneca y Epicuro ya nos aliviaron de esta carga pues resolvieron, con una perfecta y precisa puntería, que nadie está vivo cuando le toca experimentar su propia muerte. Lo que de verdad nos duele y nos mata en vida, lo que nos recuerda la distancia entre el cielo y el infierno, es la ausencia de los otros.
Hay quienes siguen creyendo en el progreso, imputándole unas leyes a la historia que pautarían una tendencia benévola y optimista capaz de encaminar a los hombres hacia un mejor futuro. Pero hay quienes también le atribuyen esa inverosímil mejoría a la propia biografía, asumiendo que los pasos que andamos nos encaminan hacia alguna tierra prometida en vida. Así, una dictadura de hedonismo hortera y californiano nos sugiere recetas y protocolos para exorcizar la tristeza. Como si la melancolía no tuviera algún sentido, o como si incluso ante el absurdo pudiéramos consolarnos con algún remedio precario.
De Platón a Nietzsche, son muchos los sabios que nos hablaron de la íntima y celosa humanidad de algunos daños. Ricoeur nos enseñaría también que el sufrimiento de los hombres es distinto del dolor del que son capaces las otras criaturas. Recuerdo, ahora, las palabras de un anciano Julián Marías al confesar el dolor por la muerte de su esposa. Él tenía 85 años y hablaba de la marcha de Dolores Franco. Hacía ya más de dos décadas pero el filósofo constató, tan digno y sereno, una tristeza irreparable. Ni había superado la muerte de su mujer ni habría, dijo, de superarla nunca.
La soberanía con la que las personas sabias afrontan la vida es una declaración de guerra a la peor de las suertes. Es algo más que la eficaz renuncia al miedo y la esperanza. Se trata de un respeto solemne por aquello que un día fue presente y que, sin embargo, ha desaparecido.
Que las cosas que ya no están nos sigan invocando no sé si es cómodo ni alegre, pero en ocasiones no deja de tener algo de postrera justicia. No inventamos nada. Un espíritu tan superlativo como Novalis imploró, tras la muerte de su amada, que Dios le conservara para siempre ese querido dolor indescriptible. Si aprender a vivir es aprender a soportar algunos daños, a veces lo más honesto es no intentar superar lo insuperable y dejarlo como está. Esto es, doliendo.
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