la tercera
La deserción de la filosofía
Ha llegado el momento de que los filósofos hagamos nuestro el antipático eslogan, «las calles serán siempre nuestras», para convertirlo en una reivindicación de nuestra sagrada
¿A quién pertenecen los héroes?
La bifurcación de la realidad
David Cerdá
Lo más parecido a un santo patrón o un mesías que tiene la filosofía es Sócrates. No sólo suele ser el ateniense el pórtico por el que se ingresa, al menos en Occidente, en la cofradía de quienes aman la sabiduría: también es la ... referencia vital por antonomasia. Para todos los que entendemos que, antes que una disciplina académica, la filosofía es un modo de vida, Sócrates es el espejo en el que nos miramos para hacer de las preguntas, el estudio, la duda y el diálogo la columna vertebral de nuestra relación con el mundo y los otros. Tal vez por eso nos sobren todos los tiktokers, youtubers, instagramers que en el mundo son, serán o han sido.
Es hora de decir que Sócrates ha sido traicionado. Nos lo dice el abultado estante llamado «Autoayuda» en las librerías y el raquítico que reza «Filosofía», que apenas tiene quien lo ronde. Lo confirma la cochambrosa proliferación de influencers que dan consejos de vida, y que los gurús del life style hayan desplazado a los sabios. La verdad está siendo abandonada (lo del parlamento es un síntoma); el bien ya no tiene quien le cante. El exitismo chabacano de los criptobros, las 'fashion' queens y los reguetoneros vestidos de chándal de Prada y cadenas de oro copan los escaparates que contemplan los jóvenes. Los filósofos hemos de asumir la responsabilidad que llevamos en este desvarío generalizado, por habernos pasado años sin salir de pretenciosos lenguajes como el marxista o el fenomenológico, creando engendros como el constructivismo o su más desgraciada hija, la identitaria teoría queer. Como si la sociedad no fuera con nosotros, abandonamos el proyecto individual y colectivo del sentido (el bien, la verdad, el amor, la belleza) y arrumbamos la ética y la dialéctica como herramientas del carácter y la convivencia. ¿Cómo no iba a volverse amargo el sabor de eso que trabajamos y ofrecemos, pero ya no vivimos?
De los polvos de esa dejación de funciones, los lodos del 'coaching' y la mencionada autoayuda. Aclaremos de inmediato que hay algo llamado 'coaching ejecutivo' cuyo estatus no es problemático, salvo por la ridiculez del nombre: hay profesionales que aconsejan a emprendedores y directivos, y que se haya extendido la denominación coach responde a que el término adecuado, «profesor particular», debe resultar ofensivo para el ego de aquellos o tal vez menos molón que el de «asesor» de antaño. El diablo está en los llamados «coaches de vida», una pseudoprofesión a la que uno ingresa tras pasar un cursito más o menos ínfimo y alguna práctica de pacotilla y sin más pertrecho que un par de trucos psicológicos de teletienda. La «historia» del 'coaching' ocupa cinco líneas –con cero nombres– en la entrada en inglés de la Wikipedia; con eso está dicho todo. En cuanto al género literario de la autoayuda, es la denominación más honesta jamás concebida: fundamentalmente ayuda –vía ingresos– a quien publica.
Este disparatado mundo 'asistencial fake' lleva años facturando en torno a varias ideas tan idiotas como lesivas. Jugando con un individualismo voraz y el pensamiento mágico de siempre se han levantado emporios editoriales y conferenciantes. Rhonda Byrne ha vendido millones de copias en incontables países de 'El secreto', obra en la que sostiene que lo que engorda no es la comida, sino lo que pensamos sobre ella. En su página web se comparten historias de personas que dicen haber curado su cáncer mirándose al espejo con regularidad y diciéndose que vivirían una vida feliz y longeva. Byrne ha tenido miles de imitadores. En la actualidad se comparten «códigos sagrados» en las redes sociales, cadenas de números cuya repetición activa «propiedades mágicas». Todo ello más de ochocientos años después de que Maimónides escribiera en su 'Guía de perplejos' que «el ignorante se imagina que todo el universo existe para su beneficio».
La culpa de que menudeen los vendehúmos es en buena medida de los filósofos. Encastillados en la Academia y enzarzados en alambicados concilios sobre los matices de pensamiento de algunos autores escogidos, también sepultados en la burocracia universitaria y su endemoniado publish or perish, han descuidado sus deberes sociales. Cuidar el saber y enseñar son, por supuesto, ocupaciones nobles y valiosas; pero también insuficientes para lo que requiere la polis, especialmente ahora que las sombras se ciernen sobre ella. La democracia está siendo alanceada desde multitud de flancos, y suenan con creciente insistencia los tambores de guerra. Tecnologías que estragan la atención y acortan drásticamente la inteligencia pululan por nuestra comarca global como orcos arrasando la Tierra Media. El progresivo deterioro de la salud mental está siendo naturalizado o, al contrario, afrontado desde una interesada histeria. A apagar estos arrebatados fuegos no solo podemos, sino que debemos acudir prestos, pues, como decía Epicuro, vana es la palabra del filósofo que no remedia ningún sufrimiento del hombre.
Puede que el primer paso sea hacer que esa palabra recupere su melodía. En un proceso similar al vivido por la llamada «música seria», que abandonó a casi todos sus oyentes en el momento en que —digamos, entre Strauss y Stockhausen— perdió el pulso de la belleza y se convirtió en un juego autorreferencial e intelectualoide, la filosofía se extravió cuando dejó de ser hermosa y por lo tanto accesible y atractiva para muchos. Sabemos, porque existieron (¡existen!) Séneca, Ortega o Montaigne, que el rigor no está reñido con la amenidad, y que el entendimiento reniega del lenguaje arcano y quiere la palabra justa que incita a la lucidez; que es a través de la conversación profunda y estimulante como ese rigor se extiende. También que el pensamiento ha de ser cordial, algo que necesitamos especialmente ahora que la impostura de la educación emocional ha devorado la filosófica educación del corazón, civil y personalmente perentoria para que más vidas sean buenas.
Ha llegado el momento de que los filósofos hagamos nuestro el antipático eslogan, «las calles serán siempre nuestras», para convertirlo en una reivindicación de nuestra sagrada tarea de salir ahí afuera y contribuir a que la gente se ayude verdaderamente a sí misma. Debemos honrar la memoria de Sócrates y expulsar de un vigoroso empellón a los cantamañanas del asesoramiento de las vidas ajenas. «¿Quién os guio?», pregunta Catón a Dante y Virgilio cuando los ve llegar al Purgatorio. «¿Qué luz habéis seguido | para salir de la profunda noche | eternamente negra del infierno?». Hay demasiados infiernos en nuestro entorno; seamos luz para los demás y hagamos de este mundo un lugar más justo, verdadero y bello, pues solo así podremos llamarnos con orgullo filósofos.
es escritor y filósofo
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