el burladero
Una pared blanca en Palamós
En Cataluña, un camino recorre su costa por casi toda la provincia de Gerona
Todos contra todos
La comedia llorona de Sánchez
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Iniciar sesiónMientras una banda de prevaricadores daba carta blanca a la mayor golfada de Sánchez, yo andaba buscando una pared blanca en Palamós. Los sanchistas a la orden de Pumpido habrían votado lo contrario si al Gran Felón le hubiese convenido: simplemente seguían órdenes. Morirán ... con esa vergüenza.
En la Cataluña objeto de esa componenda corrupta, un camino recorre su costa por casi toda la provincia de Gerona. Es el Camino de Ronda, antigua senda de vigilancia costera para sorprender y apresar a los contrabandistas, que hoy es un sendero no siempre continuo ni regular que se abraza a los riscos y se asoma a los acantilados insospechados de la Costa Brava. Pide buenas piernas y mejor calzado. Y paciencia para entender que la vida es subir y bajar desniveles, atravesar arenales, mojar los dedos en la sal del agua mediterránea, ver amanecer por la mar, acogerse a la sombra de los pinares, sortear las haciendas de los primeros avispados que entendieron que aquello era el paraíso de todas las costas, descender a pedregales inauditos, trepar por riscos inexplicables, acodarse en las mesas perdidas de los merenderos, convertirse en descubridor de calas, subir las cuestas de los faros y, en el caso de algunos, buscar paraísos de la infancia ocultos tras los malditos misterios de la memoria.
El cronista sabía que en Palamós, siendo sangre apenas puesta de pie, hubo una atardecida junto a una pared blanca, alumbrada por una solitaria bombilla, en la que aún se distinguía el acento de la voz del padre mezclada en el arrullo de una conversación con mayores. Sólo era un destello, una foto de la patria improbable de la infancia, un dulce dolor de la larga ausencia y toda esa turbación melancólica y nebulosa de un recuerdo caprichoso. Pero cualquiera encontraba sesenta años después una pared blanca en Palamós. En Sant Feliu de Guixols, cruzando una calle, Charito de Carmela, compañera de correrías en pantalón corto, me alumbró: tuvo que ser en las casas de pescadores donde nuestros padres pasaron algunos sábados, según se llega al puerto por la parte de atrás. Venía desde Tossa, habiendo subido desde Cala Guiverola, y antes de tomar la senda posterior que me habría de llevar, por La Fosca, a las postrimerías de Calella de Palafrugell, que huele a ron antiguo de habaneras y a sal batida en las orillas breves de sus playas de juguete. No sé si fue esa casa encalada, en la que apoyé las dos manos como quien llega a la tierra prometida, donde se rodó la escena que perdura en mi película, pero no importa: las cosas deben ser verosímiles, no necesariamente verdad.
Tantos años después acababa de desvelar uno de los misterios de mi vida: allí mismo, estaba escrito, con la tinta invisible de los sueños, el nombre de mi padre. La pared blanca del libro de una vida a medio escribir parecía hablarme de los muchos años que habían pasado desde la última vez, mientras una inmensa ola azul de mar cruzaba mis mejillas.
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