ANTIUTOPÍAS
El surrealismo y la política contemporánea
El problema para estos saboteadores y surrealistas era que entonces, en los años sesenta, todos teníamos relativamente claro cuál era la realidad
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Iniciar sesiónHace justo cien años, un poeta reñido con la obcecación occidental por el progreso y los pretextos civilizatorios que habían erradicado la superstición y la quimera de la vida humana, se propuso rescatar la capacidad imaginativa de los niños y los locos para dinamitar los ... límites de la realidad. Uniendo el sueño a la vida, André Breton y los surrealistas quisieron forjar una nueva realidad maravillosa; revitalizar la existencia nutriéndola con las fuentes de la imaginación poética; convertir la vida en una obra de arte. Su empeño fue tan estimulante que el surrealismo se convirtió en una forma de rebelión romántica adaptada a la sociedad industrial del XX; incluso a la informática del XXI.
Como proyecto de transformación total de la existencia, la vanguardia bretoniana acabó siendo política. Carecía de partido, pero su impugnación de la racionalidad, del capitalismo e incluso de las elecciones democráticas, expresaba una actitud antisistema que no tardó en concretarse en propuestas y partidos políticos. En 1967, un letrista francés, discípulo lejano de Breton, formó la Unión de la Juventud, y ese mismo año, en Estados Unidos, surgió el Partido Internacional de la Juventud. Ellos, los 'yippies', que mezclaron la performance y la política, y en 1968 postularon al cerdo Pigasus como candidato a la presidencia. Su broma no tuvo mucho recorrido, pero abrió un camino político para el agitador antisistema.
La broma y la teatralización y la propuesta disparatada han sido desde entonces un elemento más de la política. En Colombia, como recordaba hace poco Juan Esteban Constaín, surgió un político desquiciado, Gabriel Antonio Goyeneche, quintaesencia del surrealismo involuntario, que achispaba la sobriedad colombiana con su programa delirante. Quería pavimentar el río Magdalena, ahorrar combustible construyendo todas las carreteras en bajada, ponerle techo a Bogotá, verter anís sobre los ríos para convertirlos en aguardiente; un visionario.
El problema para estos saboteadores y surrealistas era que entonces, en los años sesenta, todos teníamos relativamente claro cuál era la realidad. Aún no habían estallado los canales y rutas de la información, y había cierto consenso sobre lo risible y lo serio, la provocación antisistema y la propuesta viable, la quimera subversiva y la política pública. Aunque había pluralidad de opiniones, la visión del mundo del vecino resultaba comprensible. Los medios para alterarla, como las revistas y los teatros contraculturales, eran lentos y de poco alcance. No se comparaban con el poder de las redes sociales, que es donde medran los antisistema contemporáneos. Ahí están, seduciendo de nuevo a los jóvenes con propuestas inviables, peores que las de Goyeneche, que tienen poco de imaginación poética y mucho de aberración distópica. Son el odio y el resentimiento los que están creando esas superrealidades, y el resultado, parece obvio, de maravilloso no tiene nada.
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