la tercera
Cándido en Nicaragua
Así se forjan esas dictaduras impolutas que no toleran la disidencia ni la crítica, y que señalan como enemigo interno a quien no se suma al caudal de buenas intenciones de su líder
Hace unas semanas los diarios nos sorprendieron con una noticia anacrónica, que no parecía de estos tiempos sino de un pasado remoto, premoderno. La pareja de autócratas nicaragüenses, Daniel Ortega y Rosario Murillo, acababa de embarcar en un avión a 222 presos políticos que malvivían ... en las cárceles de Managua para dejarlos a la deriva, sin nacionalidad ni derechos, en el mil veces invocado y detestado imperio yanqui. Unos días después, no contentos con ese espectáculo despótico, la pareja sumó otros 94 nombres a la lista de exnicaragüenses despojados de pasaporte y nacionalidad. Y también de bienes, porque la burda charada culminó en una nueva piñata confiscatoria.
Si entre los primeros 222 había personalidades de enorme trascendencia en la historia reciente de Nicaragua, incluso en la historia del sandinismo que llevó a Ortega al poder en 1979, como Dora María Téllez, la mítica 'Comandante dos', entre los siguientes 94 se contaban el periodista Carlos Fernando Chamorro, el obispo Silvio Báez y los escritores Gioconda Belli y Sergio Ramírez, también protagonistas de las viejas luchas contra la satrapía de los Somoza. Todos ellos, al igual que los líderes estudiantiles, defensores de derechos humanos o reporteros que han sido repudiados por el régimen, tienen algo en común: ejercieron el más elemental de los derechos en cualquier país civilizado, la libertad de expresión, la crítica, el señalamiento de los estropicios que la mezcla de insania y poder extienden sobre Nicaragua y los demás países latinoamericanos.
Quien se sorprenda por lo drástico y arcaico del castigo tiene que entender cómo piensan estos líderes nacionalistas y mesiánicos que se creen tocados por la gracia divina para convertir a su país, como suele decir Murillo en sus homilías, en un lugar bendito, soberano, digno, libre y lleno de amor. En Ortega y Murillo se observa la vieja obsesión latinoamericana por la pureza de las tradiciones y de los valores nacionales, siempre amenazados por hipotéticas injerencias extranjeras. Para ese tipo de liderazgo mesiánico, las voces críticas que rompen la armonía manufacturada con intimidación y cárcel son elementos entrópicos, y por lo mismo antipatrióticos. Ese es el cargo que ha caído sobre los repudiados: traición a la patria. Como en el Cándido deVoltaire, del «mejor de los mundos» había que hacer desaparecer a los bellacos que lo infectaban.
Eso es lo que ha ocurrido en Nicaragua. Han hecho desaparecer a 316 bellacos cuyas voces críticas infectaban esa patria digna y bendita gobernada por Ortega y Murillo, el mejor de los mundos. Hoy esto ocurre en Nicaragua con un descaro y un cinismo que desalienta y escandaliza al mundo entero, pero en realidad es un vicio arraigado en la mentalidad política latinoamericana. El sectarismo invalida la crítica, la señala como un mal infeccioso que sólo atenta contra las mejores intenciones del padre de la patria. Un simple ejemplo: hace unos días, en Colombia, una voz tronó en Twitter con un aviso desconcertante: «El que se oponga a la reforma a la salud [de Gustavo Petro] es un infame al que no le importa el sufrimiento de la gente humilde». No lo decía un trol desde el impudor del anonimato; lo decía una congresista, Isabel Cristina Zuleta, que para mayor contradicción se presenta como defensora de los derechos humanos.
El crítico o el opositor es un bellaco, un infame, un traidor a la patria. La mentalidad exaltada y utopista suele ver corrupción en quien se opone a un plan moralmente bello, inspirado en los más altos ideales. La gran tragedia, y de esto también se burla Voltaire, es que las almas bellas suelen creer que sus actos también lo son, sin importar cuáles. «Yo, que soy el mejor hombre del mundo –decía Cándido– llevo ya matados tres hombres, y dos de ellos sacerdotes». Algo similar podría lamentar Ortega. El mejor hombre de Nicaragua, el defensor de la patria y látigo de traidores, ya lleva matados más de trescientos cincuenta opositores y al obispo Rolando Álvarez, otro de los presos políticos, lo trasladó a pudrirse en una celda de castigo por no haberse sometido al destierro. Lo más descorazonador es que la vesania dictatorial de Ortega no causó sobresalto en América Latina hasta que se metió con algo tan sagrado como la Virgen o el Niño Jesús: la nacionalidad. Con las meritorias excepciones de Ecuador, Uruguay y Chile, la reacción inicial fue el silencio o los vacuos llamados a la reconciliación y la paz, algo que recuerda la vaguedad y ambivalencia de los gobernantes latinoamericanos frente a la agresión rusa en Ucrania o el autogolpe del peruano Pedro Castillo. El nacionalismo popular y autoritario, más aún si tiene un componente 'antiyanqui' y una retórica antiimperialista o antioccidental, no es mal visto en Latinoamérica. El error de Ortega, que forzó una respuesta de la región entera, fue ir demasiado lejos. Con eso no se juega, compañero: nadie deja a latinoamericano sin su patria.
Después de haber liderado la cruzada guerrillera que liberó a Nicaragua de las autocracias sucesivas de Anastasio Somoza y sus dos hijos, Ortega mutó en un ejemplar más de eso mismo, un líder nacional popular autoritario. Los cerca de cuarenta años de dictadura, repartidos entre 1937 y 1979, no sirvieron para asimilar las injusticias e insuficiencias de ese tipo de régimen, sino para tentar a la pareja presidencial con las prerrogativas del poder absoluto. Cándido-Ortega, el mejor de los hombres, anuló la división de poderes, la fiscalización del Gobierno y toda señal de vida democrática de Nicaragua, pero en su caso no importa. Un caudillo bienaventurado, moralmente hermoso, nunca hará algo que atente contra el interés del pueblo. Esa es otra de las tragedias latinoamericanas, juzgar las intenciones utópicas y no sus resultados despóticos.
Así se forjan esas dictaduras impolutas que no toleran la disidencia ni la crítica, y que señalan como enemigo interno a quien no se suma al caudal de buenas intenciones de su líder. Como la Cuba de Fidel Castro, la Venezuela de Nicolás Maduro o esos proyectos pioneros y delirantes que se obsesionaron con la pureza del pueblo –las misiones jesuíticas o el Paraguay del doctor Francia–, en Nicaragua sólo hay espacio para los adeptos o los resignados. Al ver estropicios y males por todas partes, Cándido se preguntaba: «Si éste es el mejor de los mundos posibles, ¿cómo serán los otros?». La respuesta es obvia: mucho mejores, porque sólo en los mundos imperfectos, democráticos, plurales, mestizos y contaminados por muchas influencias e ideas se toleran los puntos de vista discordantes, la contradicción y la libertad de crítica. Soló en ellos cabemos todos.