lente de aumento

Un Papa que dude

Lo que más respeto es la lucha contra las propias pulsiones: vencerlas es el camino para la santidad

Sánchez, príncipe de las tinieblas

Voto adolescente, voto radicalmente cautivo

Me pidió un compañero un titular para la portada del domingo en que el mundo, creyente o no, enterraba al Papa Francisco. Huérfano de fe a pesar de mi mujer (y algo de mí), no me vino nada que mereciera ser tecleado. Quizá porque yo ... también andaba empachado de boatos, honras, análisis e imágenes con querencia a la inmortalidad. No me veo tan necio como para desdeñar la importancia de su figura, o tan absurdo como para implosionar porque medios de izquierdas lo eleven a los altares laicos de su sintonía canchera.

Francisco fue durante doce años el líder designado de 1.400 millones de almas repartidas por centenares de países en los cinco continentes. Solo por eso, además de por la liturgia, la escenografía y la belleza de todas las ceremonias que rodean al catolicismo, su muerte merece ríos de tinta y surcar las redes sin descanso. Pero a mí, lo que me da para respetar a un hombre que para los suyos era infalible es justo la primera vez que supe que anduvo enamorado hasta el punto de debatirse entre la sotana o la vida conyugal. Recuerdo que fue al poco de iniciar su papado cuando así lo contó, y no fueron pocos quienes entre su grey empezaron a hacerse cruces porque fuera este y no otro el designado por el Espíritu Santo para pastorear sus almas

No lo entendí. Francisco dio motivos a los suyos y a quienes su mundo nos es ajeno para criticarlo, pero no creo que fuera justo por declararse un hombre enamorado. Eso, precisamente eso tan terrenal, es lo que para mí tiene el mayor de los méritos. Un hombre que no renuncia a nada, nada tiene de admirable. Vivir es sacrificio y el mayor quizá sea no sucumbir ante el deseo, el capricho o el anhelo.

Y, por lo que nos dijo Francisco, él lo hizo mucho antes de conocer el poder de la púrpura. Ahí es donde ese hombre que fue enterrado ante 200 líderes mundiales, miles de feligreses y millones de espectadores adquiere toda su dimensión, la del que renuncia para darse. Yo que, lo digo con pena, no creo en Dios y solo intermitentemente en mis congéneres, no veo mérito en ser santo sin ese aspecto de abjurar del deseo propio.

Ahí fue cuando este Papa me resultó atractivo, lo mismo que decisiones posteriores me fueron desengañando de su figura, menor intelectualmente frente a la de Ratzinger y, desde luego, mucho menos trascendental de lo que fue la de Juan Pablo II.

Ahora que ha muerto Bergoglio su principal enseñanza fue que ningún mérito hay sin el viacrucis de la renuncia, de darse a los demás antes que a uno mismo, del vosotros antes que el yo. El cónclave que designa a su sucesor debe encontrar a alguien que logre revitalizar el mensaje. En estos tiempos atribulados me parece el auténtico milagro laico resumido en una frase que grafitea en Pamplona mi sobrino Martín: «Si no vives para servir, no sirves para vivir».

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