La dylanmanía no muere

A sus 70 años, Bob Dylan ha logrado convencer al universo de que su leyenda es interminable. Este fin de semana actuó con Mark Knopfler en Londres

La dylanmanía no muere AFP

BORJA BERGARECHE

Decir que Bob Dylan lleva medio siglo en la carretera, desde su llegada a Nueva York con veinte añitos, es una obviedad. Pero está llena de significado. En ese vagabundear sin descanso, geográfica y musicalmente, el artista ha visto siempre una carrera ... de fondo para distanciarse de su audiencia , de unos fans a los que siempre ha castigado. Su salto a la guitarra eléctrica en el festival de folk de Newport en 1965 supuso un arrogante desafío a los más dogmáticos de entre sus seguidores, que abuchearon entonces una recién estrenada «Like a Rolling Stone» .

Un misterioso accidente de carretera en 1966 le tendría apartado de los escenarios durante casi ocho años. No hubo parte médico. Ni le atendió ambulancia alguna. Muchos «dylanólogos» creen que se trató en realidad de un golpe de efecto de este gran prestidigitador de sí mismo para quitarse de en medio un tiempo. Esquivar a sus fans. Confirmando que el siniestro existió , el propio Dylan insinúa esta tesis en su autobiografía: «La verdad es que quería salirme de aquella carrera de ratas».

La publicación de su autobiografía en 2004 sirvió para diluir su vida todavía más en la nebulosa de verdades y mentiras que siempre ha puesto entre él y el mundo circundante. Este desdibujamiento voluntario de su —inconfundible, por mucho que lo intente— figura culmina con sus actuaciones en «La gira interminable» de Bod Dylan and The Band. Más de 2.300 conciertos desde los primeros 90, un centenar largo cada año, de un Dylan despojado de guitarra, refugiado al fondo del escenario con un órgano y una armónica, rodeado de unos excepcionales músicos de americana. Este Dylan al teclado es odiado, en realidad, por unos seguidores que no pueden evitar seguir pagando para verle.

Dylan tocó tres días seguidos este fin de semana en el Hammersmith Apollo de Londres acompañado de Mark Knopfler, ex líder de Dire Straits. Cada noche, solo al final emergía del fondo oscuro de las tablas, y lo hacía para saludar, reverencia, puerta... y luces. «El señor Dylan ha abandonado el teatro», aclaraba la megafonía. «Dylan se ha pasado su vida manteniendo una distancia con su público. Está en su naturaleza, es como una declaración de independencia artística», decía el lunes el crítico Ludovic Hunter-Tilney en «The Financial Times» . Suele acabar sus actuaciones balbuceando versiones libres de «Like a Rolling Stone», algunos dicen que haciendo gárgaras con ella. Pero el lunes Knopfler y él cantaron juntos «Forever Young» , y era imposible no acordarse de su aparición principesca, con sombrero blanco y traje sureño, en «El último vals» de The Band, el legendario concierto grabado por Martin Scorsesse en 1978.

A sus 70 años, Dylan ha logrado convencer al universo de que nunca muere . Nacido como Robert Zimmerman en Duluth (Minnesota), de padres judío-ucranianos, justificaba así su cambio de nombre en una entrevista: «Naces en el sitio equivocado, con los padres equivocados, a veces pasa, ¿sabes?». Su último salto a la actualidad lo ha dado en calidad de presunto plagiador, por el parecido con otras obras de varios de sus cuadros expuestos en septiembre en Nueva York. Es la libertad creadora de una estrella que es, en realidad, muchos artistas a la vez, como mostraba de forma sorprendente la película «I´m not there». Y que nunca ha sido un divo.

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